Numeración Capicúa

Zandro Duclós Tercé

La numerología es el lado cabalístico y también lúdico de los números. En ella ocupa un lugar preferencial la ambigüedad del cero que, al mismo tiempo, es y no es un número; y que, incluso, no existe en el orden numérico de las lenguas antiguas y primitivas como el quechua, aimara, maya, azteca, copto, arameo, hebreo, sánscrito. En tal sentido, el cero es una cifra redonda y sin valor aparente que no existía en la numeración romana, griega, ni judía y que, al parecer, fue inventado en la India de donde, siglos después, pasó al mundo árabe. y de ahí a Europa y a las lenguas modernas. En torno a su ambigüedad cabe preguntarse si es el número del inicio o del final. La mitología cristiana dudó por mucho tiempo del cero, una cifra que representaba el vacío y a la que se otorgaba un carácter catastrófico. Además del cero, los números cabalísticos en las diversas culturas, religiones y también en la taxonomía en general, preferentemente son el tres y el siete.

En este contexto de la numerología, las series capicúas son aquellas cuyas cifras conservan un orden similar aunque se los lea en sentido inverso o invirtiendo la página. O dicho en otras palabras, son las series numéricas que se pueden leer con igual resultado no solo de izquierda a derecha y viceversa, sino también, en algunos casos, en sentido inverso. Qué sino por ejemplo las series 101, 515, 2002, 13031,58485, 69, 19061, etcétera. Al respecto, el dos de febrero del año dos mil veinte registra un dato numérico capicúa poco frecuente en materia de datas y fechas. Su representación gráfica de izquierda a derecha es 02. 02.2020, y a la inversa: 0202. 20.20. Algo similar habría ocurrido el once de febrero del dos mil once (11.02. 2011), y el veintiuno de febrero del dos mil doce (21.02. 2012 Y también ocurrirá, salvo error u omisión, el veinte de diciembre del dos mil ciento dos  (20. 12. 2102)  ¡Qué bacán!

La Lectura

Tal como ocurre con cualquier otra actividad propia de una persona civilizada y normal, la lectura también tiene sus bemoles, facultades y dificultades, sobre todo cuando se trata de un buen libro, sea éste gordo, flaco, flaquito, como fuere y de cualquier índole pero, eso sí, que nos induzca a pensar, que nos haga soñar, imaginar y descubrir hechos y realidades ciertas y posible que su autor sabe y conoce o que, simplemente, lo ha inventado.

Vistos con el cariño y el aprecio que se merecen, los libros son también como las personas: todos son diferentes. De repente pueden ser parecidos, quizá del mismo género literario, de la misma familia, pero distintos y portadores de nuevas palabras, nuevas voces, contenidos y emociones que no se parecen a otro, pues provienen de canteras diferentes. Qué sino por ejemplo El libro de la selva, Machu Picchu: la ciudad perdida de los incas, Confieso que he vivido o Canto a mí mismo.

De allí que la lectura siempre es una aventura, una búsqueda, una conversación no en voz baja como pudiera suponerse, sino en silencio. Sin moverse de su sitio y con las páginas del libro para ir descubriendo en ellas verdades reales o ficticias, conocidas o inventadas por el autor, pero que este quiere comunicarnos de la mejor manera posible a través de la palabra escrita. He allí las bondades de un libro. Y más aún de un buen libro.

La lectura es, pues, una grata y silenciosa comunicación de ideas, experiencias y  conocimientos formativos e informativos, bien dichos y bien pensados. O mejor, una suerte de alimentos culturales, espirituales y de toda índole que se ingieren a través de los ojos y que se almacenan no en el buche, sino en la memoria, en los sentidos, la imaginación  y la sesera. O mejor todavía, como le escuchamos decir alguna vez al viejo librero limeño don Juan Mejía Baca: “Alimentos que se ingieren con voracidad, pero que no se defecan”.

Finalmente, el dilema estaría en deslindar cuándo un título, un volumen, es realmente un buen libro, una buena obra. Damos nuestro punto de vista sin tener que recostarnos en el hombro de nadie, sin tener que citar una frase célebre ni esconder la cara ni la palabra. Un libro, sea cual fuere su contenido, es de calidad y de buena fibra cuando nunca envejece y, como tal, amerita leerlo una y otra vez, seguido o cada cierto tempo, y siempre es ameno, grato, placentero.

El resto es producto perecible, chatarra, telaraña. Basta una vez y, sanseacabó, termina el romance.

     
 

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