A solas con la luna

Había logrado dormir apenas unos minutos antes de que un espasmo lo despertara. Se quedó echado mirando el cielo raso, vio la hora y se resignó, una noche más, a permanecer despierto el tiempo que faltaba para salir a cumplir con las actividades del día a día. Leyó unas páginas que estaban encima de su escritorio y las dejó de inmediato al darse cuenta de que eran textos que había escrito alguna vez cuando creía que podía ser escritor, suspiró y pensó en esa paradoja nocturna: un insomne tenía que estar despierto para toparse con los sueños que no pudo cumplir ni por asomo. Trató de dejar de pensar en eso y comenzó a preguntarse si a esa hora alguien en la ciudad de los vientos también había tenido un espasmo que lo despierte o quizá era mortificado por algún infame zancudo noctambulo que no le permitía dormir, como le había ocurrido alguna noche anterior.
Se dirigió a la cocina para buscar un vaso de agua, lo tomó lentamente. ¿Había soñado algo aquella noche en ese breve descanso?, ¿había soñado algo últimamente? No podía recordarlo por más intentos que hacía. Sus amigos le solían decir que todos los seres humanos soñaban, que por más anormal que sea él, seguramente que también lo hacía y por eso escribía cosas raras de hombres y gatos, de lluvias y viento, de malecones y de insomnes. Él sonreía cuando le hacían esos comentarios: en el fondo quizá solo deseaba inventarse los sueños escribiéndolas en páginas que no se atrevía a quemar ni mucho menos a publicar.
Bajó lentamente por las gradas del lugar donde vivía. Al cruzar la puerta vio que las calles estaban vacías y que la luz de los postes era tenue. Encendió un cigarrillo y caminó de frente. Pasó por un bar que aún estaba abierto y decidió entrar. El mozo se acercó y le dijo que ya estaban por cerrar y que le podía atender máximo unos 20 minutos, Felipe asintió con la cabeza y se sentó en la terraza para ver la ciudad vacía y sentir el viento que era suave y fresco a esa hora de la noche.
Tomó rápidamente la primera botella y de inmediato pidió otra. Sabía que iba contra el tiempo, pidió una canción de José José y bebió disfrutando la letra. Levantó la mano y pidió un trago más. “Todavía me quedan 12 minutos”, le dijo al joven que lo atendía, este sonrió sin decirle nada.
Se acercó a la caja, pagó y se fue dándole gracias al hombre que bostezaba detrás del mostrador. Caminaba por las calles de la ciudad vacía. “Ahorita debería de estar soñando, carajo, pero no, estoy caminando sin qué ni por qué mientras todos en esta ciudad duermen”, se dijo a sí mismo a forma de reproche.
Luego de unos minutos, estaba en el malecón. Al mirar el río contempló la imagen de la luna. Cuando levantó la vista la vio solitaria, entonces se sintió menos solo, pero con unas ganas incontenibles de llorar por sentirse culpable de no poder dormir, de no poder soñar, de no haber podido ni siquiera intentar ser un escritor. Encendió un cigarrillo, cerró los ojos y sintió que los rayos lunares eran cada vez más fuertes, como si ella tratase de darle un abrazo en el alma. Él ya no susurraba, ahora hablaba en voz alta creyendo que tenía la luna al frente y con la certeza de que a esa hora alguien, en alguna parte del planeta, soñaba que un insomne conversaba a solas con la luna.