Banderas, wifalas y otros recuerdos
UNO
Cada persona ama y se identifica con su patria (grande o chica) como mejor puede: respetándola y no ofendiéndola; protegiéndola y no destruyéndola; cuidándola y no abandonándola. Muchos creen identificarse con su patria cubriéndose o arropándose con su bandera, en el entendido de que el disfraz es más importante que lo que llevamos dentro del corazón o del cerebro. Buena parte de ellos lo hacen por honestidad, decencia y verdadero amor; pero tantos otros son simples y vulgares impostores. Cuidado con ellos.
DOS
A lo largo de mi existencia he visto a mucha gente hipócrita besar banderas, inclinarse ante ellas, pasearla junto a multitudes por plazas y calles en actitud de reverencia. Pero como para contradecir dicho acto aparentemente de adhesión a la patria bajo cuyo cielo nos cobijamos, pasado ese teatro callejero, vuelven a lo que siempre son: funcionarios corruptos, burócratas pillos, ciudadanos deshonestos, tramposos cotidianos. Salvando las distancias y los motivos, me recuerda a mucha gente que en el mes de octubre, sobre todo, visten hábitos morados y, en actitud contrita, cargan las andas del señor de Burgos, de los Milagros u otro santo de su particular devoción. Embeleco y simulación puros.
TRES
Por estos días (violentos y peligrosos) se han desatado «polémicas» diversas sobre la bandera de los pueblos «originarios». Una bandera de siete colores a cuadritos que en teoría se remonta a los antiquísimos tiempos prehispánicos e, incluso, preíncas. Se le llama wifala y los puneños, cusqueños y en otras regiones del sur la enarbolan con supuesto orgullo en sus huelgas, en las tomas de carreteras, de los aeropuertos; y hasta cuando se enfrentan, armados con hondas, cohetes y piedras, a la policía.
Al margen de lo verdaderamente patriótico (concepto loable) y no del simple patrioterismo chato, considero que la o las banderas son símbolos antiguos de ese lastre humano llamado nacionalismo. El «nacionalismo» ha sido, junto a las religiones, la ideología que más sangre, maldad y violencia ha derramado por el mundo entero. En nombre de los nacionalismos de todo pelaje y de sus muchas banderas se han justificado guerras atroces, violencias indecibles, genocidios y masacres imperdonables. Basta revisar brevemente la historia de la humanidad para darnos cuenta que el nacionalismo es uno de los argumentos que sustentan los más retrógrados y peligrosos racismos. Por eso, una nacionalista (por muy inocente que parezca) es un racista, un discriminador, un prejuicioso y un fanático dispuesto a derramar sangre, mejor si nos es la de él. Lamentablemente, la bandera o la wifala, en estos días aparece como evidencia perniciosa que impide la verdadera unidad de los pueblos que tanto se necesita. Hay mentes retorcidas que quieren atizar el fuego para convertirlo en un gran incendio de praderas: ese es su sueño, su quimera.
CUATRO
Muchas veces he sido invitado por autoridades distritales, comunales y muchos pueblos de mi región para ser «jurado calificador» en concursos para la creación de banderas, escudos e himnos que deberían identificarlos. Aunque no dudo que hay buenas intenciones en esas actividades, cada vez que he participado en ellas siempre me ha quedado flotando en mi conciencia el hecho de estar abonando esos nacionalismos asolapados. Los himnos, los escudos o las banderas ganadoras siempre deberían representar «lo oriundo», «lo auténtico», «lo único» del distrito, del pueblo, del villorrio, de la comunidad. Sin entender que en sus largas historias estos pueblos dejaron de ser únicos porque han estado relacionándose o, mejor, interrelacionándose a través de los tiempos. Así, si sumáramos solamente en el Perú cuántos himnos, escudos y banderas oficiales hay, quedaríamos perplejos al saber la desmesurada cantidad.
CINCO
Cuando cursaba el quinto año de primaria en el Centro Educativo Escolar de Varones Hermilio Valdizán de mi ciudad tuve la primera (y la última) oportunidad de ser el portaestandarte (o portabandera) de mi escuelita.
Sucedía que cada lunes a las siete de la mañana, todos los niños bien uniformaditos, nos formábamos en fila recta en el patio escolar, bajo la atenta mirada y guía de nuestros profesores. Antes de cantar en coro el himno nacional, tal vez el niño más aplicado, el mejor uniformado, o acaso el brigadier, salía de la dirección y pasaba frente a nosotros con la bandera para que fuera izada en un mástil alto, mientras nosotros entonábamos la marcha patriótica: «Arriba, arriba el Perú, con su enseña gloriosa en inmortal,/ llevando siempre en alto la bandera nacional…» o algo así.
Ese lunes fatídico seguramente no vino por alguna razón ese niño aplicadito o mejor uniformado; es decir, el que debería portar la bandera para el respectivo izamiento. Por eso, no sabría explicar cuál fue el motivo, la causa o la razón para que el director (un gran señor a quien respetábamos todos) me mirara fijamente, me llamara por mi apellido y me llevara a la dirección.
Llegué temblando porque pensaba que iba a ser castigado por algo que no hice, pero cuando vi que allí me esperaba mi viejo profesor de apellido Cornejo (bajito, colorado y siempre con un cigarro en la boca, fumando placentero) me tranquilicé. Me dijeron que yo llevaría la bandera hasta el mástil y en el acto empezaron a ponerme mis aparejos: era una especie de correa negra y gruesa que se sostenía en uno de mis hombros y se ajustaba en mi cintura. Ahí, a la altura del puputi, había una especie de repositorio en donde se ponía la base de madera redonda que sostenía el sagrado símbolo patrio.
Cuando estaba listo para salir hacia el patio con el orgullo de portar la bandera ante la mirada envidiosa de mis compañeros, levanté el mástil, en cuya punta sobresalía el sombrerete metálico, y en un descuido imperdonable rompí el único foquito que colgaba desde el cielo raso blanco de la dirección. El director, al ver la avería, montó en cólera, me sacó la correa y me quitó la bandera al instante: «¡Vuélvete a la formación!», me gritó, y en el acto llamaron a un niño más vivo y menos sonso que yo. Regresé cabizbajo al patio y me ubiqué al final de la cola para que nadie me viera con mi cara roja y avergonzada y a punto de llorar. Ya no canté ni el himno ni la marcha patriótica, menos vi cómo, la bandera roja y blanca se elevaba, altiva, hacia el cielo azul del patio de mi querida escuelita.
Huánuco, 5 de febrero del 2023.