Conflictos domésticos

Doenits Martín Mora

Debía volver a llamar a su suegra. Tenía el celular en la mano, pero no se atrevía a marcarle. Sentado en el sillón de la sala, miraba las paredes buscando alguna respuesta. Su esposa había salido de la casa con la niña y no volvería hasta terminar de hacer las compras para el almuerzo.

No era temor o rechazo, sino cuidado en lo que iba a decir. Si empleaba mal una palabra, podría asumirla de mala manera. Lo que menos quería Dominic era enfrascarse en un malentendido. Pero era urgente hablar con ella. Después de lo sucedido, ameritaba contarle el desenlace.

Extraviado en sus pensamientos, recordó cómo se había iniciado el problema. Esa mañana había salido de casa para cambiar el cierre de dos de sus pantalones de trabajo, en compañía de su hija. Habían recorrido el mercado, por los puestos de confección. Después de dejar los pantalones, hicieron algunas compras para el diario. La niña disfrutaba del paseo, lo mismo que Dominic. Nada parecía desmejorarles el ánimo.

Al regresar a casa, sin embargo, su esposa tenía el semblante cambiado. Preparaba el aderezo del almuerzo, al mismo tiempo que cortaba los demás ingredientes. Dominic se fue a la sala a descansar un rato, mientras que su hija se quedó en el patio jugando. Dominic revisaba el celular, cuando entró su esposa y le pidió que baldeara el patio. «Más tarde lo hago», le dijo Dominic. «Estoy cansado». Ante la insistencia de su mujer, salió a llenar agua en el balde. Pero cuando abrió el grifo, no brotaba agua. «¿Ya ves? Diosito está conmigo», le dijo, con sorna. La mujer contrajo la mirada y regresó a la cocina.

Dominic continuaba revisando el celular, cuando su esposa retornó a la sala y le indicó que ya había vuelto el agua. Dominic salió al patio y comprobó que brotaba agua, pero solo un delgado chorro. «Así no voy a avanzar», le dijo a su esposa. «Que salga más agua, como siempre». «Mejor di que no quieres ayudar», repuso su mujer. Dominic asumió que se avecinaba una pelea doméstica. No lo estaba propiciando él, ni parecía merecerlo. Así que añadió: «Nadie va a venir a supervisar si lo hago más tarde». La mujer endureció la mirada y se quedó en silencio. Dominic retornó a la sala, contrariado y disgustado.

Desde el sillón, atento a lo que ocurría, oyó el ajetreo de su esposa en el patio. Iba a la cocina y volvía a supervisar el balde, mientras murmuraba que nadie le ayudaba en la casa, que ella no era una sirvienta para encargarse de todo. Ante la resistencia de la niña por recoger sus juguetes, levantó la voz para que le obedeciera.

Dominic salió enfurecido al patio para reclamarle que no se desquitara con la menor. «Entonces, encárgate tú de baldear patio», replicó su esposa. «No lo voy a hacer», señaló Dominic. «Porque tú estés molesta no se va a hacer lo que ordenes», y retornó a la sala. Su esposa lo siguió hasta la habitación y continuó desquitándose cerca de él. «Cálmate, no sé por qué estas así», le dijo Dominic. «Con que lo haga más tarde, no habrá ningún problema». Pero su esposa continuó desquitándose con insistencia, como un parlante averiado. Dominic la oía, procurando dominarse, buscaba entretenerse en sus pensamientos. Sin embargo, el malestar lo embargaba. Cuando sintió que no podría contenerse, cogió el celular y le marcó a su suegra. «Señito, buenos días», le dijo, ante la mirada atónita de su esposa. «Su hija está buscando discutir por gusto. ¿Podría hablar con ella para que se calme?». La señora lo oyó desconcertada. Preguntó qué había sucedido, y, tras una breve explicación de Dominic, cortó la llamada.

Había sido una medida desesperada. Ni cobarde ni inapropiada. Solo así había logrado apaciguar a su esposa. No se habían hablado durante el resto del día, pero tampoco vuelto a discutir. Ahora, reflexivo, Dominic, con el celular en la mano, se agobiaba por llamar a su suegra para contarle el desenlace.

Se había reconciliado con su esposa al día siguiente. El problema no era baldear el patio, sino refregarla en la cama. No encontraba las palabras adecuadas para contarle a su suegra sin que se entendiera mal. Entonces, se abrió la puerta de la casa y entró su mujer con la niña. ¿Debía contárselo todavía o era mejor ya no hacerlo?

     
 

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