Cuando la luna se acerca

Jorge Cabanillas Quispe

El frío suele ser intenso en todas partes durante este tiempo. Es justo entonces, según cuentan los noctámbulos, que la Luna se acerca más a la Tierra y por eso las personas tienen ciertos cambios en sus estados de ánimo. Dos personas sentadas en medio de la plazuela de las tinieblas hablaban al respecto y sostenían que después de todo quizá sea cierto, que la luna influye directamente en las personas, pero que el efecto en el humor no era tan malo. Decía uno, por ejemplo, que su hijo estaba estudiando más y que a depuesto su actitud rebelde por una conciliadora; el otro contaba que hasta en las entidades públicas te trataban mejor, cosa más relacionada con el milagro que con la Luna, claro está.

«Cosas de lunáticos», se dijo Felipe, se levantó, caminó unos pasos y levantó la cabeza: la Luna hacía su aparición entre los cerros de su ciudad, los árboles la recibían moviéndose de un lado a otro al compás del silbido del viento; al dar la vuelta vio una pareja que se estrechaba más; dos niños que vendían en la calle acariciando un perrito y compartiendo con él un pedazo de pan. El frío lo estremeció un poco y continuó su camino. Llegó hasta la plaza de su ciudad, dio un par de vueltas y recordó que hace un tiempo, en plena noche de luna, un muchacho se le había acercado y le había contado, seguramente como producto de su locura, que una tal Emma Watson había sido su novia durante un tiempo y que él le había compuesto una canción en inglés el día en que ella había decidido dejarlo para irse a triunfar lejos muy lejos de este valle. Trató de recordar, en castellano, la letra y, como si se tratase de una ráfaga, palabra por palabra fue sonando en su cabeza: «Porque luna eres tú, no me dejes en tinieblas así a solas con mi locura». Encendió un cigarrillo mientras veía cada rincón con la esperanza quizá de verlo acompañado de la tal Emma o por lo menos un poco más cuerdo, pero no había más que unos pocos muchachos con unas tablas dando brincos en la plaza. Al pasar por una banca recordó la historia de los dos amantes que jamás concretaron su cita a causa de un fatal accidente. Estaba pensando en eso hasta que de pronto un hombre con una Biblia en mano le dijo que se fije por dónde caminaba. Lo miró fijamente, levantó sus ojos al cielo y agradeció que ese día el predicador gritón haya estado de buen humor y no lo haya sermoneado, seguro que también era un efecto del frío y de la Luna.

El viento era frígido, pero reconfortante. Se acercó lentamente a un árbol y vio como a su sombra uno nuevo brotaba, le pareció una escena sumamente tierna, más allá una muchacha paseaba contenta con unos gatos que iban casi casi como si se tratase de un desfile cívico.

Caminó rumbo al malecón, se sentó en uno de los muros para observar el río anochecido en el que únicamente se veían la luna llena, el meneo de los árboles y una sombra con un cigarrillo que era la suya. Los árboles se detuvieron poco a poco, el tiempo parecía no haber transcurrido mucho, sentía la Luna sobre su cabeza y tuvo entonces la certeza de que era cierto de que la Luna se acercaba en ese tiempo y hacía una perfecta conjugación con el frío de agosto para dar origen a promesas que yacen en la memoria, a recuerdos que no pueden huir, a historias de locos. Escuchó a alguien acercarse tarareando una canción que reconoció de inmediato y al poco tiempo, solo con el sonido del río ambos cantaron a una sola voz: «No me dejes en tinieblas así a solas con mi locura».

     
 

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