Cuarentena y nueva normalidad
Germán Vargas Farías
El anuncio del levantamiento de la cuarentena, después de 107 días de decretarse, debió ser una noticia que se celebrara en todo el país.
No ha sido así por diversas razones. La primera, y puede entenderse, porque exceptúa de manera justificada a siete regiones: Arequipa, Ica, Junín, San Martín, Madre de Dios, Áncash y Huánuco; y la segunda, y más importante me parece, porque no se ha logrado los resultados esperados, ni aún en esas otras regiones para quienes acabó el confinamiento.
La noticia no era, pues, para celebrar, y quizás por eso la recibimos vía redes sociales el viernes pasado por la noche, sin ninguna solemnidad, y sin el balance gubernamental que corresponde de la implementación de una medida tan severa como aquella.
Ha quedado en muchos la sensación de un gobierno que tiró la toalla; o que cedió a las presiones de grupos económicos que han pugnado para que se abran sus negocios; o que, habiendo perdido en salud tanto como en economía, se resignaba a lo primero; o todas las anteriores.
El desgaste del gobierno, al que me referí en mi anterior columna es evidente, pero, como he sostenido, lo peor es no saber hacia dónde vamos y, peor aún, resignarse.
«Ha quedado en muchos la sensación de un gobierno que tiró la toalla; o que cedió a las presiones de grupos económicos»
Nadie puede permitirse eso con más de 9500 muertos, ni pretender que ahora toca que cada uno baile con su pañuelo. Si se tiene la convicción que, además de los errores en el manejo de la crisis, tenemos problemas estructurales que han entorpecido los objetivos trazados, lo razonable y justo es que se emprendan las reformas necesarias para enfrentar catástrofes como la provocada por el nuevo coronavirus, dotando a la población de servicios básicos dignos y eficientes.
Tomando las palabras del presidente Vizcarra, no se le exige que resuelva problemas que tienen cien años en cien días, pero su obligación es empezar a hacerlo. Lo que se advierte, sin embargo, es que hasta el discurso de las autoridades del gobierno ha cambiado.
De poco vale, por ejemplo, la claridad con la que el ministro de Salud se refería al inicio de su gestión. Decía el ministro Zamora, que la pandemia nos mostraba “la urgente necesidad de reformar de una vez por todas su fracturado sistema sanitario”, habría que preguntarle entonces sobre las iniciativas emprendidas, desde entonces, para que así sea.
No basta con decir que ahora tenemos más camas de hospitalización, con capacidad autónoma de oxígeno en cada una de ellas, y unidades de cuidados intensivos mejor equipadas; tampoco declarando que contamos con los insumos de detección, control de infecciones y bioseguridad necesarios para los diversos procedimientos de la COVID-19; cuando lo real y concreto es que personas siguen muriendo por falta de atención adecuada y oportuna.
La nueva normalidad que se postula debe ser más que personas usando mascarillas, y que saben lavarse las manos correctamente; y más que enfocada solo en el necesario autocuidado de la gente. Lo que se requiere es una normalidad que, por cierto, nos permita enfrentar cualquier virus, pero sobre todo acabar con esos otros males que tienen cien años, o menos, o más, pero que han condenado a la mayoría a vivir en condiciones de inequidad y vulnerabilidad que los hace las principales víctimas de las catástrofes de hoy, ayer, y siempre.