Detrás de una mandala

Jorge Cabanillas Quispe

Caminando por ese lugar, repasaba uno a uno los sucesos que habían ocurrido aquel día. «Seguramente, que cada vida tiene su propio acertijo», pensó. Encendió un cigarrillo y hojeó sin ganas el periódico de aquel día. No concibió ninguna emoción, no se indignó como solía hacerlo y no sintió por elegir culpa ni odio por los elegidos. Ya no le importaban mucho los sucesos políticos de su ciudad. Había perdido interés en si enviaban o no preso al mediocre del gobernador de su región y a sus secuaces. Ya se había cansado de escuchar las interminables leguleyadas que exponían los abogados de esos reverendos sinvergüenza; ya no le importaba si vacaban o no al presidente de turno. Además, era evidente que eso no iba a ocurrir porque esos zánganos en el Congreso iban a asegurar su propina de quincena y sus cuotas de poder. Leyó que un asesino y ladrón que fue un dictador será liberado en los próximos días, pero ya se había acostumbrado a que en su tierra ocurran esas cosas pues ya se lo había advertido el buen Pirinolas: «En el Perú y en los cuentos de hadas cualquier cosa puede pasar».

Caminó cuesta abajo sin pensar en los titulares de los diarios. Ese día solo quería pensar en sí mismo. De pronto, un viento fuerte le apagó el cigarrillo; se metió entre los árboles para poder encender otro, y una imagen partida en dos en unas tablas de madera escondidas entre los arbustos llamó poderosamente su atención. Se apoyó en uno de los muros del malecón y el sonido de las aguas del Huallaga parecía mucho más melodioso que antes a esa hora. Tomó entre sus manos la imagen dividida, la hizo una sola, y se quedó contemplándola fijamente. Eran formas, una tras otra como si se tratasen de espacios sin fin hechas con un solo trazo y todas de gris.

Permaneció en silencio durante muchos minutos, no encendió el cigarrillo, miraba a la imagen y trataba de entender los sucesos de aquel día. La imagen parecía consolarlo, parecía hablarle y debatir con su necedad, parecía decirle con una voz armoniosa y dulce que la vida hay que vivirla y no entenderla y que no valía la pena entristecerse con los titulares de los diarios, porque también había gente buena. Recordó de inmediato aquella mañana de abril en la que unos ojos grandes y de mirada enigmática como si se tratase de dos círculos de aquel dibujo que tenía entre manos lo habían impactado; un impacto que solía renovar día a día. Miró nuevamente el dibujo y entendió que aquella mañana no había sido otra cosa que un vaticinio de ese encuentro, que haber perdido el bus, haber derramado el café caliente sobre su pantalón y no haber llegado tiempo a un solo lugar había sido una treta del destino para llevarlo esa tarde hasta ahí; que el celular apagado, que la calle en bullicio, que la fuerte tormenta y que el cigarrillo apagado habían sido hábilmente planeados por la mente de algún dios que lo quería confrontar desde siempre con su destino y que esa tarde le había puesto un acertijo del que no podía escapar.

La lluvia era cada vez más intensa y al tratar de proteger el dibujo sobre su pecho lo miró fijamente; entonces supo que todo lo ocurrido no había sido tan malo porque pudo descifrar el acertijo que los astros o dioses habían dejado detrás de esa mandala. La lluvia, el sonido del Huallaga y la luna que se asomaba le anunciaban que en realidad todo había había sido resuelto desde esa mañana de abril en la que aquellos ojos de mirada infinita se posaron en los suyos; en ella, en Ccori yacía todo el macrocosmos y microcosmos, toda la espiritualidad de la que escribieron los sabios de la antigüedad y que hindúes y tibetanos plasmaron en mandalas.

     
 

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