Diciembre

Diciembre es un mes icónico para todos nosotros. Para niños, jóvenes, adultos y viejos. Diciembre es el último mes del año, mes para evaluar lo que hicimos o dejamos de hacer; es el mes en que volteamos la mirada atrás para ver qué dejamos y, acaso, qué nos llevaríamos para el siguiente año.
Vallejo, el gran Vallejo, decía en tono entristecido, en Espergesia: «…Y que no me vaya/ sin llevar diciembres,/ sin dejar eneros./ Pues yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo.» Con todo, la alegría y la esperanza, como la tristeza o la desilusión, aparecen en este mes, el último de un año realmente difícil. En todo caso, diciembre evoca muchas cosas.
Diciembre es el mes de las fiestas de promociones. Mes de los discursos: todos hablarán en esa fecha tan importante. Primero el director del colegio (aunque ahora hacen fiestas de promoción los de primaria e, incluso, los de inicial), luego un orgulloso padre de familia; después, el asesor de la promoción; inmediatamente tomará el micrófono el padrino y, finalmente, (es un decir, porque los discursos pueden continuar) un alumno de la promoción.
Si hay algo que une estos discursos es su tono empalagoso, vacío y repetitivo. Casi todos repetirán siempre frases calcadas como «Jóvenes estudiantes, la historia sabrá algún día que ustedes son génisis(sic) del futuro…» O «No olviden las palabras de este viejo profesor que ha andado mucho camino…», hasta «Ustedes son el futuro supremo de la patria y el máximo orgullo de sus padres y familiares». Etc., y etc.
Pero diciembre también es el mes de los panetones. Aparecen en supermercados, bodegas, tienditas de barrio y hasta en las esquinas de los ambulantes, en envoltorios coloridos, brillantes y sugestivos. Estarán allí todas las marcas: las muy conocidas y hasta algunas cuyos nombres recién ingresan al mercado. En sus propagandas todos dirán que están elaborados con los mejores y más sanos ingredientes, que contienen frutas confitadas naturales, que tienen poco contenido de grasas saturadas. Pero al margen de todas esas disquisiciones, no habrá un hogar que no deguste por lo menos un panetón con la familia. Recuerdo que hasta antes de la década del ochenta del siglo pasado, el panetón era solo para las familias pudientes, las que tenían un ingreso apreciable; las familias pobres solo podían mirar al panetón desde lejos. Ahora es diferente, hay panetones para todos los bolsillos y (qué bueno que así sea) se ha convertido en un producto consumido democráticamente: aquí, allá o acullá.
Diciembre, diciembre. Y por eso es el mes de los juguetes. Los niños de antes, como los niños de ahora, con qué avidez esperaban y esperan la llegada de diciembre. Inocentes y candorosos, los niños desean con fervor que les regalen juguetes sus padres, sus padrinos, sus tíos, algún vecino adinerado. Incluso, esperan con ansias la noche buena porque creen (qué pureza de espíritu, realmente) que un gordo adiposo, barbudo y pesado, vestido de rojo entero, y que viene desde el norte lejano, les traerá juguetes raros y sofisticados.
Entonces en las calles o en los parques se puede ver a muchos niños jalando o manejando sus carritos, disparando armas modernas que emanan luces o conduciendo algún triciclo o bicicleta nueva; a las niñas llevando sus muñecas entre sus brazos o, en el mejor de los casos, empujando unos cochecitos también de juguete. Y en sus casas, jugando con la conocida Barbie con todos sus artilugios.
Y en Huánuco, diciembre es el mes de los negritos (aunque esta fiesta se prolongará hasta enero). En los primeros días ya se puede escuchar el ritmo de la clásica danza porque las cuadrillas están ensayando. En las noches, sobre todo, se reunirán los caporales, los pampas, abanderados, turcos, damas y corochanos con la finalidad de desentumecer sus músculos y ponerlos expeditos para cuando llegue la hora.
En Huánuco hay muchísimas cuadrillas de negritos. Las primeras salen el 25 de diciembre, coincidiendo con el nacimiento de Jesús; y las últimas, a mediados de enero, antes del inicio de las fiestas carnestolendas.
Personalmente, desde niño, siempre quise bailar negritos, pero nunca lo hice. Muchas razones se interpusieron en el camino de convertirme en un gran caporal. Es una frustración que cargo en la vida. Por eso, ahora me contento con recibirlos en mi huerto a donde llegan y danzan por unas horas y luego de bailar unos huainitos al ritmo de una gran banda, se despiden hasta el próximo año.
Tal cual diciembre se despide de nosotros, humanos impacientes.
Huánuco, 3 de diciembre de 2023.