El negocio de la cuarentena

Andrés Jara Maylle

Gabriel Eligio se niega a aceptar lo que sus amigos y conocidos del barrio le dicen a cada rato: “Los únicos que ganan con esta maldita cuarentena que ya nos tiene hasta el pescuezo, son los tombos. Tú no te das cuenta y crees que ellos son unos angelitos, pero te equivocas”.

Gabriel Eligio sabe que en todos lugares hay gente buena y mala, decente y corrupta, laboriosa y perezosa. Sabe que en la policía también debe haber individuos correctos, conoce a algunos de ellos y esa es la razón por la que se niega a creer lo que sus amigos le dicen. Por eso, cuando al mediodía de hace tres días atrás, pasaba con su moto por el puente de Las Moras y vio autos patrulleros y muchos policías a ambos lados de la pista no se alarmó tanto pues él tenía todo (o casi todo) sus documentos “al día”.

“Diténgase, siñor, a un costado y saque sus ducumentos”, le dijo el uniformado. Gabriel Eligio miró al policía que le ordenaba como un mandamás y se quedó perplejo viéndolo con esa apariencia. Entonces mentalmente se preguntó cómo es que en la policía ingresan muchachos enclenques, bajitos, tirando casi para retacos, como si fueran enfermizos, como el que tenía delante: era tan escuálido, chupado y desmejorado en apariencia que lo primero que lo inspiró era una especie de conmiseración. Con razón, pensó, los asaltantes se ríen en su cara, los ambulantes no les tienen respeto y los bayateros se agarran a puñetazos con ellos.

Su uniforme prácticamente le bailaba en ese cuerpo esmirriado, su boina le colgaba grotescamente hasta la nuca y sus botas parecían excesivamente grandes. Gabriel Eligio sacó uno a uno sus papeles: entregó primero su licencia de conducir original, luego la tarjeta de propiedad de la moto (aunque un poco averiada pues dicho documento, por un descuido, había ingresado a la lavadora junto con su ropa), finalmente entregó su DNI.

“Le falta su SUAT”, le dijo el policía ensayando una sonrisa malévola y cachacienta. “Mi SOAT se ha vencido hace una semana y como todos estos días no he salido de mi casa debido a la pandemia no lo he renovado. Pero lo haré mañana, a más tardar”, le dijo con sinceridad Gabriel Eligio. Entonces, el policía renovó su sonrisa, revisó, minucioso, cada documento y se alejó hacia donde estaban sus demás compañeros; o tal vez se fue donde estaba su jefe para recibir órdenes.

Cuando el policía regresó estaba transformado. Sentía que su uniforme lo convertía en un todopoderoso, en un pequeño diosecillo maligno dispuesto a castigar la gravísima falta de tener el SOAT vencido. “Maldita cuarentena” se dijo para sus adentros y se resignó a que le impusieran la papeleta correspondiente.

El menudo policía cuyo uniforme le bailaba en ese cuerpo famélico, resultó, sin embargo, ser un pequeño y testarudo cachafaz. “Usted tiene que acompañarme a la comisaría”, le dijo. “Para qué ir a la comisaría. Póngame usted la papeleta y listo” se defendió, Gabriel Eligio. “Mire siñor, este es un operativo serio. Uste ha comitido una falta grave, por eso mi jefe dice que irá a la comisaría”.

Gabriel Eligio, se acordó que a esa hora, en su casa estaban preparando su plato favorito, seco de cordero a la norteña, y no quiso amargarse ni hacerse bilis por nada. Así que sin pensarlo dijo: “Mire, señor: esto no tiene ningún sentido, están ustedes fuera de razón. Si he cometido una falta y merezco un castigo, póngame usted la papeleta y punto”. Pero nada de nada, el policía estaba decido a llevarlo hacia la comisaría por las buenas o por las malas, sin saber que allá, con otros uniformados igual o más intransigentes, irracionales y ladinos iba a pasar un verdadero infierno, un vía crucis fuera de época, olvidándose, incluso, de su plato favorito que irremediablemente se enfriaría.

Por eso, cuando comentó con sus amigos de barrio sus penosos incidentes policíacos, estos riéndose le dijeron que ya se deje de ingenuidades. “Mira Gabriel Eligio -le dijo uno de sus amigos más antiguos- esos tombos tienen que cumplir su cuota con sus jefes. Todos allí están obligados a cumplirlos. La policía de tránsito es la más corrupta, compadre. ¿Por qué no nos dices mejor, cuánto has terminado pagando?”

“Mira -le dijo su otro camarada- esos patas del comité de autos que van a Tingo María, todititos hacen una chancha para que la tombería no les moleste. Por eso ellos pasan por los controles como si nada en plena cuarentena. Ahora imagínate, cuánto recaudan esos ladrones si hay cientos de autos en los comités. Imagínate, Gabriel Eligio. Con la policía, todos pagan, compadre.”

Gabriel Eligio miró a sus amigos, sabía que ellos tenían razón pero aún quería avivar la certeza de que no era así. Sin embargo, una sombra de pesimismo lo inundó rápidamente; entonces pensó en el triste destino de este país: pensó en los políticos, en los jueces, en los burócratas, en todos aquellos miserables que han hecho del robo su labor de todos los días. Y pensó que ahora tenía que pagar una multa abultada en estos tiempos en que conseguir dinero se ha vuelto una odisea.

Y pensó que con gente gobernándonos así, el Perú muy pronto se iría a la mismísima deriva…

Huánuco, 21 de setiembre del 2020.

     
 

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