El poder liberador del perdón

Comunicador Social
Dos amigos viajaban por el desierto. En un determinado punto del viaje, ambos discutieron y uno acabó dando al otro una fuerte bofetada. El ofendido, sin decir nada, se agachó y escribió con sus dedos en la arena: “Hoy mi mejor amigo me ha dado una fuerte bofetada en la cara”. Continuaron el trayecto y llegaron a un manantial donde decidieron bañarse. El que había sido abofeteado no calculó bien la profundidad del ojo de agua y empezó a ahogarse. El otro se lanzó a salvarlo y logró evitar que perdiese la vida. Al recuperarse del posible ahogamiento, tomó un estilete y empezó a grabar unas palabras en una enorme piedra. Cuando terminó, se podía leer: “Hoy mi mejor amigo me ha salvado la vida”. Intrigado, su amigo le preguntó:
―¿Por qué cuando te hice daño escribiste en la arena y ahora escribes en una roca?
Sonriente, el otro respondió:
―Cuando un gran amigo nos ofende, debemos escribir la ofensa en la arena, donde el viento del olvido y el perdón se encargarán de borrarla y olvidarla; en cambio, cuando un gran amigo nos ayuda, o nos ocurre algo grandioso, es preciso grabarlo en la piedra de la memoria del corazón, donde ningún viento de ninguna parte del mundo, podrá borrarlo.
Hablar del perdón es como tratar de sostener un cardo con los dientes sin pincharnos los labios en el proceso; porque existe un agredido y un agresor, y detrás de ellos, un deseo impostergable de alcanzar justicia. Pero no olvidemos que perdonar es un acto que nos libera del tormento espiritual, que alivia no solo al agredido, sino también al agresor.
Cuando se suscita una ofensa, el agredido, además del peso vejatorio del hecho, carga también con todo lo que esto conlleva. Un elemento predominante después de una agresión, fuera del resentimiento, es el deseo de venganza que carcome al agredido y, absurdamente, da continuidad al sufrimiento por tiempo indefinido. El perdón termina con esta secuela de conductas destructivas contra el agresor, generando incluso deseos positivos para con él, y otorgando al agredido la paz y la serenidad necesarias para cicatrizar las heridas del alma. El perdón limpia el veneno generado por la agresión; un veneno cuyo único consumidor fatal es el propio agredido.
El perdonar y pedir perdón son acciones que no requieren reunir a agresor y agredido en el mismo tiempo y espacio, pues ambas son opciones personales que no exigen de la participación de la otra persona implicada, pudiendo esta, incluso, no darse por enterada. Por lo tanto, el perdón no es sinónimo de reconciliación, necesariamente.
Perdonar no significa dar la razón al agresor, olvidar el acto, o renunciar al derecho de obtener justicia, sino sanar para enfocarnos en su búsqueda.
Hace aproximadamente dos mil años un hombre sabio contradijo antiguas leyes que clamaban venganza similar ante la ofensa, con el clásico Ojo por ojo, diente por diente. Jesús de Nazaret dio un vuelco a esa percepción considerando dar la otra mejilla como respuesta a la mejilla abofeteada, sin que esto signifique que el agredido permita la continuidad del vejamen sumisamente, sino optando por una acción inteligente: Perdonar para ser libres.
Perdonar es una opción que el agredido puede tomar o no con entera libertad. Pedir perdón o disculpas, en cambio, es una obligación moral que todo ser humano debe considerar realizar cuando las aguas caldeadas de la ira vuelvan a su cauce.