El precio de los resultados
A poco de terminar la clase, la última del día, faltando unos minutos para las siete de la noche, el estómago le volvió a rugir al profesor Dominic. Entonces, comprendió que cenar una fruta como todos los días no le aplacaría el hambre.
Los alumnos, por supuesto, no lo notaron; enfilados en las largas carpetas de la academia, atendían y anotaban las explicaciones del profesor. Al amparo de los fluorescentes, resistían las últimas horas de clase, aunque había quienes dormitaban o se distraían para evitar el desgano.
«Tengo quince soles en el bolsillo», se dijo Dominic. «Si saliendo de la academia, compro un plato de arroz chaufa, podré pagarlo y cenar a gusto. Pero si camino hasta el mercado, puedo comprar los ingredientes, preparármelo, e igual cenar a gusto; incluso me sobraría dinero e ingredientes para otro plato».
La cadencia en su voz y los silencios en su discurso evidenciaban desorientación y decaimiento. Las observaciones de los alumnos no se hicieron esperar:
—Profe, ¿cómo dijo?
—No se le escuchó, profe, otra vez.
—Hay que salir, profe, ya son las siete.
El profesor Dominic buscó su celular en el bolsillo y consultó la hora: faltaba cuatro minutos para terminar la clase. Esforzó una sonrisa con desgano.
—Si salimos antes, me van a descontar —dijo—. Vamos a terminar la clase aquí, pero vamos a esperar a que sea todavía las siete para salir.
El revuelo en las carpetas se extendió por toda el aula. Manos presurosas metían separatas, cuadernos y lapiceros a las mochilas; los rostros se relajaban y el cotilleo generalizado animaba a los alumnos.
«¿Será que no me llenó el almuerzo?», se cuestionó Dominic. «¿Pero por qué arroz chaufa?».
Mientras recorría el aula, bromeando con los estudiantes, se imaginaba en el sillón de su sala, con el televisor encendido y un plato de arroz chaufa en la mano. ¿Tendría que acompañarlo con una Inca Kola?
—¿En qué pensará el profe? —comentó alguien— Anda distraído.
—Seguro tiene un plancito después —dijo otro.
El profesor Dominic les dirigió una sonrisa distante. Seguía perdido en sus pensamientos: el plato de arroz chaufa en el chifa costaba quince soles, pero no porque se preparaba con ingredientes especiales, sino porque se entregaba a los pocos minutos y el buen sabor estaba garantizado. «Si lo preparo en mi casa y me queda horrible, será un fiasco», se dijo Dominic. «Además, me demoraré más de la cuenta. Pero podría comer la cantidad que quisiera y los ingredientes sobrarían para otro plato».
De pronto, el timbre estalló en el exterior con un estruendo metálico. Los alumnos se levantaron de las carpetas y se precipitaron a la puerta.
—Chau, profe.
—Hasta mañana, profe.
—Se cuida, profe.
El profesor Dominic los vio abandonar el aula y saturar el pasillo junto a otros estudiantes, en medio de voces confortadas. «Entonces, se paga quince soles porque el arroz chaufa cumple con los requerimientos del comensal: inmediatez y exquisitez», concluyó Dominic, guardando los plumones en el maletín. «Nada me garantiza que yo lo prepare así de rápido y me salga igual de delicioso». ¿Era por eso que los alumnos preferían la academia donde enseñaba? ¿Las clases de los docentes satisfacían sus expectativas? Se trataba de resultados en el momento preciso. Dominic sonrió, complacido de seguir dando lo mejor de sí, y por eso, seguro de exigir lo mismo para él.