En el malecón

Jorge Cabanillas Quispe

Las tardes en la ciudad son, además de polvorientas, bastante ruidosas: la gente camina de un lado a otro, el sonido del claxon no cesa y el viento es cada vez más intenso. Así, en medio de lo caótico de la ciudad de los vientos, en un rincón del malecón, Felipe fumaba un cigarrillo mientras contemplaba el Huallaga que por estos días no está cargado. Era inevitable no pensar en la lluvia, en esos días en que las gotas que vienen desde lo alto hacen que todos abandonen las calles y huyan a sus hogares dejando la ciudad vacía casi por completo. Ve a lo lejos a una muchacha que llora mirando al río, dos niños que se revuelcan en el pasto, unos perros que husmean entre las bolsas de basura que dejaron por ahí.

Todo es lícito en el malecón, le dice alguien, llorar, jugar, fumar, buscar comida entre los desperdicios, ver el Huallaga y pensar si algún momento será bueno para saltar o si después de todo solo bastaría dormirse un día ahí tan cansado que ya no quiera despertar. Felipe lo mira con asombro, no tiene miedo de que le roben ni mucho menos, pero algo en el tono de voz del muchacho que se le acerca lo conmueve. ¿Cómo alguien que quizá no tenga ni 15 años puede tener la voz tan afligida y cargada de pesar? Se para a su lado y le cuenta que su padre se lanzó de ahí, que lo encontraron días después y que nunca entendieron por qué lo había hecho. Será que los hombres andamos con la muerte a cuestas y que sin razón ni motivo la agarramos desprevenida cuando debería de ser al revés para refugiarnos y salir de la vida con la herida profunda que nos ocasionamos de ser nosotros mismos.

Felipe se quedó en silencio, las palabras de aquel muchacho lo habían conmovido profundamente. Mientras veía las aguas del río, pensaba en que para toda acción pasada ya el tiempo había terminado y no existía redención alguna, que el padre de aquel muchacho lo había herido para siempre, quizá no era su intención, quizá solo estaba cansado y no encontraba ninguna salida; sabía que el muchacho también vagaba por ese malecón esperando reconciliarse con el tiempo, buscando entre las sombras la figura de su padre no para detenerlo, sino para encontrar un porqué, para dejar de mirar el río con un odio que no es propio de alguien de su edad. Felipe miró que el muchacho volvía nuevamente con un cigarrillo a pararse y mirar fijamente el agua turbia que de seguro hacía contraste con sus recuerdos.

Caminó y se paró junto a él. Encendió un cigarrillo y lo acompañó en silencio. Tal vez no lo comprendía, pero recordó aquel sábado de julio en el que le avisaron de la muerte de su padre, aquella mañana de agosto en la que su abuelo lo dejó para siempre. De repente una gota de lluvia caía en la ciudad de los vientos y en el malecón, solo yacían dos personas, dos hombres sin padre y sin más respuesta divina que el agua que caía del cielo.

     
 

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