En ese lugar

Jorge Cabanillas Quispe

Había manejado cerca de dos horas sin que le importe mucho la lluvia, escuchaba una que otra canción para distraerse. Se detuvo en la única tienda que se encontraba atendiendo con la puerta semiabierta. Dio tres golpes a la puerta y alguien gritó desde adentro; él le pidió una botella de agua mineral. Una mujer con un bebé en brazos se asomó tímidamente por la puerta. Disculpe —le dijo —, es que no abrimos así nomás porque la gente nos quita nuestros productos. Felipe miró alrededor y se dio cuenta de que afuera de las casas estaban los triciclos que en otrora se encontraban llenos de productos y en las carreteras yacían los rastros de llantas que habían sido quemadas. Recordó las noticias y sintió un nudo en la garganta: ninguna era buena, muertos en continentes lejanos a causas de sismos, muertos en su país a causa de los miserables que formaban parte de la clase política. Sus pensamientos fueron interrumpidos por la mujer que lo había atendido. «¿A dónde se dirige, joven, por qué viaja cuando todo está así de feo?». Felipe no respondió no porque era un descortés, sino porque a ciencia cierta no sabía hacia dónde se dirigía ni mucho menos por qué. Ella se disculpó diciendo que no quería ser entrometida y antes de que obtenga una respuesta le dijo que tenga cuidado y que Dios lo acompañe y lo bendiga.

Encendió su motocicleta y continuó su viaje. Se reprochó su silencio, debió de haber respondido a aquella mujer que lo bendijo, pero no pudo porque una vez más ese maldito nudo en la garganta que lo había acompañado desde aquel febrero en el que se asomó al mundo lo había vencido y no le permitió pronunciar ni una sola palabra y ahora, nuevamente como en tantas otras ocasiones, solo le quedaba el sentimiento de culpa por haber parecido un grosero.

Se detuvo a descansar brevemente, la luna se asomaba y la garúa caía sobre su rostro. Recordó la primera vez que sintió el agua tan cerca, era apenas un niño y su madre lo había llevado a conocer el mar, él se había quedado asombrado y lo miraba fijamente hasta que una ola lo arrastró y su mamá tuvo que correr para rescatarlo. Se quedó dormido brevemente y, en sus sueños, vio a una mujer con un niño en brazos que lloraba sin consuelo en una playa mientras a lo lejos un hombre se alejaba sin mirar atrás. Un espasmo lo despertó, estaba conmovido por su breve sueño. De pronto, un rayo de luz lo volvió a tierra; miró la hora y se asombró de cuánto tiempo había pasado desde que había salido de la ciudad de los vientos, continuó su viaje tarareando canciones y ya no se detuvo hasta llegar a un pueblo; lo cruzó durante unas horas y ya era nuevamente de noche. Llegó al lugar que le habían indicado, habló un instante con un hombre que tenía un sombrero y que evitaba mirarlo a los ojos, le dio unas monedas para que le abra las rejas; caminó de un lado otro hasta que por fin encontró el nombre que buscaba. Tuvo ganas de correr, de no estar ahí, de llorar como el niño que había soñado porque ahora tenía la respuesta a la interrogante de la mujer que le había vendido el agua mineral en la carretera. Estaba ahí porque faltaba una pieza en el rompecabezas de su vida, porque, después de todo, le faltaba ver, fuera de sus sueños, un episodio que complete su historia. Había viajado hasta ese lugar porque le dijeron que ahí estaba enterrado su padre y porque se había prometido a sí mismo, desde que era niño, que algún día iba a ir hasta su tierra para conocerlo.

     
 

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