En torno a la locura

Jorge Cabanillas Quispe

Desde aquel diván, el sonido del reloj de pared se escuchaba más fuerte, aunque el tiempo parecía no transcurrir. El hombre que se encontraba echado en ese lugar miraba fijamente el techo. Como si las imágenes se proyectaran allá arriba, unas lágrimas resbalaban por sus mejillas. ¿Qué hace que un hombre terminé ahí? Felipe no quiso averiguarlo, le entregó unos documentos a su amigo y, en silencio, se marchó lentamente. Su ciudad le parecía, desde que era un niño, un lugar de locos: recordó a la mujer que andaba con un bastón por las calles y que cuando escuchaba que la llamaban «La tía 5 lucas» iniciaba la persecución con bastón en alto de quien se haya atrevido a pronunciar semejante afrenta; recordó también a otros que la gente tildaba de locos. Felipe, en el fondo, los envidiaba: le parecían tipos sin estándares de conductas formales, que no tenían que recorrer el mundo sintiéndose atados o infelices. ¿Por qué estaba dando vueltas en ese asunto? El hombre que acababa de ver en el consultorio de su amigo le había dejado una sensación de profunda tristeza. Buscaba en su celular alguna canción alegre para distraerse, pero no podía arrancarse la imagen del hombre lloroso que miraba fijamente a la nada.

Minutos después, sentado en una banca de la plaza, pensó en llamar a su amigo para preguntarle, aunque sabía que no iba a obtener respuesta, acerca de la condición de sus pacientes, en consultar el porqué de su condición. ¿Qué piensa un hombre recostado en un diván?, ¿qué auxilio esperaba de la ciencia?, ¿había acaso algún dios allá arriba, en el techo que observaba, del que esperaba algún milagro? Al poco tiempo, la gente comenzaba a abarrotar el centro de la ciudad. Los niños iban acompañados de sus padres, otros paseaban a sus mascotas, parejas desfilaban tomadas de la mano, uno que otro caminaba solo y sin rumbo, el centro y sus alrededores se convertía a esa hora en una locura; durante ese mes, el amor y la amistad entraban en vigencia. Felipe, huyendo del ruido, se dirigió hacia su refugio silencioso: el malecón.

Ese día, la lluvia había caído suavemente sobre las calles de la ciudad de los vientos, el cielo estaba despejado y el Huallaga imponente hacía un ruido apacible. Felipe encendió un cigarrillo y decidió preguntar por el hombre del diván mediante un mensaje de texto. Su amigo, a grandes rasgos, le explicó el motivo de la terapia. Felipe se sintió triste. Continuó pensando y, de repente, vio a tres sujetos caminando por ahí y supo que era hora de retirarse. Cruzó con dirección a una zona iluminada. Retornó a la plaza. Las sesiones fotográficas, las ventas de rosas, retratos, globos, etc. habían terminado y la plaza estaba casi vacía, solo algunos recicladores y serenos se encontraban haciendo su trabajo.

Ingresó al céntrico bar para pedir un trago que lo ayude a dormir. Lo bueno de este tipo de días, se dice a sí mismo, es que la gente no suele venir a estos lares.  Ponen música variada, brinda en silencio por sus amigos que en algún lugar del globo habían de estar a esas horas haciendo lo propio.  De repente, al levantar la cabeza, ve en la mesa del fondo a un hombre solitario con una botella en la mano, lo reconoce de inmediato; pero voltea de inmediato. No pensó en acercarse: no sería oportuno, ¿qué iba a decirle?

El hombre se puso en pie, todo parecía indicar que iba a emprender la retirada, pero se acercó al lugar donde se encontraba Felipe. Se sentó al tiempo que ponía dos cervezas sobre la mesa; conversaron de cosas triviales, se rieron a carcajadas cuando se animaron a pronosticar los resultados de las próximas elecciones. En un momento de la conversación, Felipe se dio cuenta de que el hombre que tenía al frente, tenía la certeza de que él era también un paciente del consultorio psicológico de su amigo. No se esforzó por hacer aclaración alguna, para él, ser tildado de loco, era una suerte de título honorífico. Levantó la voz para decir salud.

Esa noche dos tipos con la locura a cuestas se hicieron compañía en torno a varias cervezas, sonrieron olvidando toda tristeza y se embriagaron sacándole la vuelta a la nostalgia, probablemente sintiéndose más locos, pero menos solos.

     
 

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