Entre la esperanza y la resignación

Por Germán Vargas Farías

A cien días de haberse decretado el aislamiento obligatorio en Perú, en el marco de la emergencia sanitaria nacional para controlar la expansión del nuevo coronavirus, no hay balance o análisis que sostenga que el enorme esfuerzo hecho -más por la gente que por el Estado- ha dado resultados.

Allí están los números para desmentir cualquier apreciación favorable, y eso que cada vez son más los estudios que dicen que las cifras pueden ser tres o cuatro veces mayores.

Habíamos empezado bien, si nos comparamos incluso con países más allá de la región, y la reacción del gobierno peruano había sido destacada como oportuna y sensata. Sin embargo, y como dice Alberto Vergara, “en una serie de ámbitos, el gobierno fracasó en lograr que la sociedad se comportase de acuerdo con sus normas”. Muchas cosas no se previeron, y cuando estallaron no se supo cómo atenderlas.  

Juan de la Puente refiere que la promesa que significó decretar el estado de emergencia, y supuso obligaciones mutuas y tácitas, se ha diluido.  “Nos quedábamos en casa (cuarentena), reducíamos los estragos de la pandemia (mitigación), encarábamos entre todos el trance dramático (unidad nacional) y el Estado disponía medidas de protección a los perjudicados (compensación)”.

La disolución de esa promesa, que creo podría llamarse acuerdo, se debió a graves omisiones y a la ausencia de una estrategia integral y un horizonte claro. Tanto Vergara como De la Puente consideran que las medidas iniciales del gobierno fueron acertadas, pero además de los errores de ahora aparece en la factura el acumulado de desatención del Estado, cuya responsabilidad la tiene un liderazgo político que durante años se solazó con el crecimiento económico, sin hacer nada que valiera la pena por el desarrollo del país.

El escenario no pinta nada auspicioso, y hemos llegado hasta aquí con más contagiados y muertos de los que esperábamos, con un montón de demandas urgentes esperando, con el evidente desgaste del gobierno y con una ausencia de ideas, estrategias y horizonte que expresa las consecuencias de no haber logrado, en doscientos años menos uno, constituir una república que, aunque no lograse ser realmente democrática, se sacudiese de la inoperancia y la corrupción.

Pero aún en tan desolador contexto, si algo debemos evitar -casi tanto como el contagio del virus ese – es la resignación.

Nos ayuda a evitarlo reconocer la dignidad con la que muchas personas han enfrentado la pandemia, y el valor de quienes en primera línea han puesto en riesgo su vida, y cientos la han perdido, por preservar la nuestra.

La resignación conspira contra la vida, lleva a la pasividad, a conformarse con una situación que nos daña y perjudica a otros, y empantana la posibilidad de aprender de nuestras experiencias y errores, exponiéndonos a otros riesgos.

Si un nuevo acuerdo, o promesa habría que hacer es, en homenaje a médicos, enfermeros, policías, docentes, personal de limpieza y tantos otros, honrar su sacrificio defendiendo la vida hoy, y evitando que esta sea una oportunidad perdida más para imaginar y construir un mejor país.

     
 

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