Jueves al atardecer

Doenits Martín Mora

Iba a comenzar el feriado largo, desde el viernes 6 hasta el martes 10 de diciembre. Como todos los jueves por la tarde, después del receso, tenía clase con la sección del 2° N hasta la hora de salida en el colegio Leoncio Prado.

Las luces estaban encendidas dentro del aula, y, a través de las ventanas que daban al interior del colegio, se podía apreciar que también en pasillos y patios; del otro lado, a través de las ventanas que mostraban el exterior, se podía ver las luces encendidas en las calles y el cielo ennegrecido.

En las mesas alineadas en dos columnas, los estudiantes conversaban y reían con rostros alegres y animados. Habían culminado las exposiciones grupales sobre «Los ríos profundos» de José Maria Arguedas, y todos habían participado. El tiempo asignado para prepararse, alrededor de tres semanas, les había sido suficiente.

Antes de sentarme tras el escritorio, cuando habían terminado las presentaciones, me había tomado unos minutos para hablarles de sobre concursos de becas que convocaban diferentes academias preuniversitarias, con motivo del inicio de clases durante las vacaciones de verano. Quienes deseaban comenzar a prepararse para ingresar a la Unheval, tenían una buena opción que considerar.

—Aprovechen la oportunidad de probarse —les dije—. Los concursos de becas son gratuitos. Así van a conocer qué cursos se evalúan en los exámenes de la Unheval y qué tan complicados son.

Varias manos se levantaron y hubo preguntas sobre cuáles eran las academias que los convocaban y en qué fechas. Alcancé a responder sobre aquellas que conocía y las fechas que recordaba, como la academia Yachaywasi, que evaluaría su concurso de becas el sábado 7 de diciembre; respecto a las academias que no recordaba, les recomendé que, según el nombre, las buscaran en redes sociales, se informaran y perdieran la oportunidad de inscribirse a tiempo.

Sentado, desde el escritorio, a la espera de que trascurrieran los escasos minutos que faltaban para que se terminara la clase, podía apreciar que el entusiasmo inicial por informarse sobre los concursos de becas se había disipado. Los estudiantes preferían hablar de videojuegos y series coreanas; uno que otro, compartía sus impresiones sobre las exposiciones grupales. Era propio de su edad; recién se iniciaban en la adolescencia y había otras prioridades en su vida. Verse en una academia preuniversitaria era lejano para ellos, como si perteneciera a una etapa posterior de vida, tal vez la juventud o adultez. Lo que no consideraban con seriedad, pese a que les había advertido, era que en las academias preuniversitarias había escolares que, desde segundo, tercero o cuarto grado de secundaria, comenzaban a prepararse para postular a las carreras más competitivas como Medicina Humana o Ingeniería Civil. «Querer ingresar a aquellas carreras profesionales, apenas culminada la secundaria, no solo es complicado, sino improbable», les había dicho. «Peor todavía, si estudiaste en un colegio estatal, sin complementar los estudios con reforzamiento adicional».

No quería imaginarme lo que les esperaba al terminar la secundaria, si continuaban con esa despreocupación respecto a su futuro profesional. Pero había cumplido ¾como docente sensible de nuestra realidad educativa y conocedor de la enorme divergencia entre colegios públicos y privados del país¾ en compartirles lo que sabía para mejorar sus opciones de ingreso a una universidad; por lo que me contrataba intranquilo, pero a la vez complacido, como si aceptara una verdad irremediable, pero al mismo tiempo la rechazaba. ¿Qué diría José María Arguedas sobre la actual realidad educativa en el Perú, si seguiría vivo?, me decía. Él que trató de unificar la educación en el país con la implementación del quechua en todos los centros educativos; él que se deprimía con desigualdad social y la marginación entre peruanos. ¿Se habría vuelto disparar, se habría cambiado de nacionalidad, o habría seguido luchando por uniformizar al país?

En ese instante, estalló la bocina de salida. Los alumnos se levantaron de los asientos y comenzaron a cargarse las mochilas. Volteaban las sillas sobre los tableros de las mesas, al tiempo que se despedían con frases cortas y rápidas, y se apresuraban a salir del aula. La mezcla de voces, risas y empujones se intensificaba a medida que se adherían al rio de escolares que avanzaba por el pasillo.

Pensativo y todavía contrariado, yo levantaba la mano para despedirlos de manera general, mientras aguardaba a que todos salieran del aula. Fue entonces cuando una alumna, que estaba sentada casi al fondo, se aproximó al escritorio y preguntó:

—¿Profe, en los concursos de becas tengo que llevar lápiz y borrador o ahí me prestan?

—Generalmente, los tienes que llevar, aunque también te podrían prestar —sonreí, alentado.

—Gracias, profe, me voy a presentar para Medicina Humana —dijo la muchacha.

Se despidió y salió del aula.

Yo me quedé todavía sentado tras el escritorio, pero con el ánimo cambiado. Entendía que, después de todo, no era en vano informar a los escolares sobre cualquier oportunidad que tenían para comenzar a prepararse y así mejorar sus opciones de ingreso a la universidad. Por más que el panorama pintaba desalentador, los consejos siempre caían en algún corazón fértil que los tomaría en cuanta y, muy pronto, comenzarían florecer los resultados.

Recuerdo que, con una sonrisa dibujada en el rostro, miraba a través de las ventanas que mostraban el exterior: las luces de la calle, los transeúntes, el cielo ennegrecido;  y pensaba que la oscuridad solo era temporal, pasajera y circunstancial.

     
 

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