La paciente del 649-B

Jorge Cabanillas Quispe

Había sido un día agotador; sin embargo, decidió sentarse frente a la computadora para revisar algunas anotaciones pendientes acerca del trabajo para los próximos días. De pronto, su teléfono sonó. Felipe sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas al leer el mensaje completo de Rola, su amigo sempiterno, que compartía con él un caso que Sandra, la enfermera que una vez más demostraba que los ángeles también se visten de turquesa, le había confiado.

Al día siguiente, se encontraba, torpe en el oficio de comprar cosas para los nuevos ciudadanos del mundo, tratando de saber qué marca o talla escoger. La farmacéutica lo miró: «¿Padre primerizo?», le preguntó; él agachó la cabeza y dijo, con la voz entrecortada, que no sabía. Luego, mientras se dirigía al hospital, quiso volver a explicarle a la señora que lo había atendido, pues pensó que su respuesta había sido completamente rara.

Llegó al hospital; el vigilante le dijo que no podía pasar sin mascarilla. Mintió. Entonces una señora se acercó presurosa a ofrecerle una a mitad de precio. Luego, el vigilante le preguntó a dónde se dirigía; Felipe contestó que al 649-B; sin embargo, el vigilante, volvió a mentir, pues le manifestó que ya había dos familiares adentro. Felipe no pronunció una sola palabra. Quiso dejar los pañales y lo que había comprado como encargo e irse, pero el encargado de la puerta lo miró fijamente y le dijo que pase y que no se demore.

«Es un laberinto este sitio», pensó Felipe, mientras contaba las gradas. No encontró ninguna escalera que conecte el quinto con el sexto piso y caminó en círculos buscando el ascensor hasta que lo encontró. Llegó a la puerta de Hospitalización, le dijo al guardia de piso las coordenadas de su destino y este le dijo que se apure.

Felipe caminó lentamente. Entró a la habitación y, en cuanto se topó con esa pequeña que lo tomaba del dedo con la poca fuerza que había adquirido, comprendió que la vida valía la pena. Cuando vio a aquella niña que había llegado con apenas dos kilos al hospital y que hasta ese momento dependía de una sonda para vivir, entendió que la vida se sintetizaba en esa pequeña cama de hospital. «Dios tiene un propósito para ella, joven», le dijo una de las técnicas que cuidaba de ella. Se rindió, tomo sus manos, las juntó y rezó por ella, le pidió a Dios que la cuide. La niña de ojos grandes le dirigió una mirada que contenía la certeza de que Dios lo oía, de que no era Felipe, sino Liz, la paciente del 649-B quien había venido de parte del Altísimo a visitar a ese insomne para compartir sus sueños…

     
 

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