Los ojos que no miraste

Comunicador Social
Diciembre 25, es domingo. El reloj digital de su Samsung Galaxy S6 Edge marca las 11:33 am. y él sale de su departamento para encontrarse con ella. Hace mucho que no se ven. Sólo esporádicas conversaciones triviales a través del teléfono. ¿Cómo estás?, ¿qué novedades?, ¿cómo va la salud? Hoy quedaron en almorzar juntos.
La puntualidad no es una de sus virtudes, pero hoy hizo el esfuerzo; la ocasión lo amerita. Anoche la víspera de la navidad fue brutal: algunos tragos, los amigos que solteros como él trajeron a algunas amigas, unos tragos más… Pero eso sí, nada de chocolate ni pavos ni panetón «Eso come cualquiera; nosotros somos distintos. Quizá una pizza ¿Puede ser?». Ella sí es puntual, y el almuerzo se toma a las 12 en punto «Si no, no es almuerzo», le espetó siempre, cuando él demoraba más de lo debido por charlar con los amigos, o por quedarse contemplando la apacible charca de aguas verdeamarillentas, tirando de vez en cuando las piedritas planas que saltaban como sapitos… Uno, dos, tres, y hasta más saltos, según la fuerza de los brazos y el tamaño de las piedras… Su pasatiempo favorito.
Ella es hermosa. Tiene la hermosura que toda mujer adquiere con la madurez. Su piel es lozana y clara y tiene el bello rostro enmarcado en cabellos ondeados. Pero son sus ojos lo que más le ha llamado siempre la atención. Sus ojos tienen el color de la miel de las abejas y emanan la más fiel de las ternuras, aun cuando reprochan. «Si algún día te mueres, quiero que me regales tus ojos –le pidió él con sinceridad– para quitarme los míos y ponerme los tuyos. Quizá con esos ojos pueda enamorarse seriamente de mí alguna buena mujer». Ella solo sonreía ante esos desatinos.
Siempre se consideró un hombre solitario; es más, buscaba la soledad, aunque su carácter afable y bondadoso le brindaba amistades en cada espacio sociolaboral que necesariamente tenía que frecuentar. Pero él prefería la soledad. Le entusiasmaba su condición de cómplice con sus pequeños logros en amores y desamores, de batallas perdidas, de contiendas logradas. La soledad era su confidente, su incondicional, su fiel compañera. Pero cuando tocaba fondo, cuando la cuerda que lo sostenía terminaba por romperse y estaba a punto de precipitarse, ella siempre estaba allí, dispuesta a acogerlo, escuchar y aconsejarle…
Una despersonalizada brisa que se escabulle por entre sus cabellos, intenta refrescar el lánguido bochorno de la mañana a punto de alcanzar el límite con la tarde. Las calles están secas y no pareciera que anoche el cielo se ha desplomado en interminables gotas que intentaban apagar los millones de cohetes y bombardas encendidas para festejar la nochebuena.
Él ha preferido no tomar el taxi y caminar las solitarias calles que conducen al restaurante acordado, para meditar un tanto este encuentro, que se propicia después de mucho tiempo. Él vive en oriente y ella en poniente, a ambos extremos de la ciudad; pero increíblemente no hay tiempo para encontrarse. ‘Las obligaciones, el trabajo, los compromisos’, pretexta él; «Lo que pasa es que te has vuelto ingrato», desnuda ella.
Y son estas últimas siete letras, que se precipitan peligrosamente una tras otra como gotas de cera caliente sobre su mente, las que le arrebatan el falso sosiego (Bendita soledad, que no se limita a servir de compañera, sino que interroga impertinente aquello que no ha terminado de cuajar en el entendimiento). «¿Ingrato a mis cuarenta y tantos?». La ingratitud es el peor de los vicios concebido por el lado estólido y pedante de la naturaleza humana. Ingrato. Todo lo contrario a ser agradecido. Y uno debe agradecer por lo que se nos ha brindado gratuitamente, sin esperar el vuelto. Dar y no recibir, esa barata filosofía del boxeador.
«Entonces, si ella me dice ingrato, significa que lo que me ha dado, siempre ha esperado por una respuesta… ¿O es que me ha dado tanto, que he terminado tomándolo como algo natural y por lo tanto no me ha generado la idea ni tan siquiera de darle las gracias?» Tamaño lío.
Sus bien calzados pies devoran con prudencia, paso a paso, las aceradas calles de la ciudad. Aún es temprano para acelerar el paso, queda tiempo para evocar. «Señor Manrique, su bebé está bien; es un varón que nació pesando 3 kilos con ochocientos gramos, está sanito y en un momento lo haremos pasar para que pueda verlo. La madre aún está en cuidados intensivos, la pobre ha sufrido mucho. Imagínese, después de cuatro horas de labor y con el bebé atravesado… hemos tenido que hacerle una cesárea». La voz de la obstetra suena entre atropellada y asombrada, mientras a lo lejos se oye el llanto de un niño que reclama el calor de mamá.
El tácito aleteo de una imaginaria mariposa gigante levanta de la calzada un tenue polvillo parduzco que se impregna inevitablemente en la gabardina hueso que hoy escogió lucir. «Otra vez te has venido caminando, ensuciándote de polvo… Claro, como tú no lavas tus ropas. ¿No tienes plata para pagar un taxi?» sonará como de costumbre esa voz afligida y a la vez amorosa. «La suciedad de las ropas y del cuerpo se quitan con un buen baño; son las manchas del alma las que me preocupan, porque éstas se tornan indelebles», replicará él con una oportuna sonrisa.
«¡Hay un monstruo en mi habitación!» Su voz agitada y convulsa la saca de un tirón del dulce ensueño y acude presta a socorrerlo. No es bueno que a los seis años un niño sufra por los temores nocturnos, pero tampoco que rompa su fantasía y se tope con una pared frente a un requerimiento protector. Mientras escucha sus palabras cómplices, el aroma y calor femíneos perpetran el efecto narcótico que invita nuevamente a encontrar al plácido sueño.
Su sombra se desfigura en caprichosas formas a medida que sus pies tragan metros de metros de calle. Diminutas perlas de sudor hacen su aparición en su bronceada faz y se escurren inoportunas hacia el cuello níveo de la Van Heusen, arrastrando en el camino las motas de polvo que la mariposa levanta entreactos (maldición, debí tomar el taxi). Pero nada que no pueda quitar un oportuno pañuelo aliado.
«Necesito de una amiga». La frase suena suplicante. Ella le ofrece el regazo, sus trabajadas manos anidan su testa y unos diligentes oídos se aprestan a escuchar los sinsabores que el astuto cupido se ha empeñado en hacer degustar tempranamente al mancebo. Esta y otras descargas aliviarán el peso de su equipaje, en su andar/correr por esa pista de despegue que significa la mocedad.
El chirrido de unos frenos de bicicleta lo suben de nuevo a la acera. Escasos centímetros separan zancas de llantas. Quizá debió mirar antes de bajarla. Los ojos entornados del ciclista se traducen en blasfemias. Él ni se inmuta. Sus recuerdos apenas si se han pausado unos segundos…
Su mente no recuerda cuándo empezó a ocurrir. Es más, tampoco sabe por qué ocurrió. Sólo está seguro que el desinterés por ir a buscarla creció a intervalos cíclicos disimulados, como la trayectoria de una espiral abierta. Todo empezó con la independencia nidal (facultad obtenida gracias al cartón de Arquitecto) con cargo a visitas regulares, que luego se fueron espaciando de días a semanas y de semanas a meses. Ayudó a todo ello los compromisos personales, laborales, amicales y amorales (léase, licenciosos). Pero, ¿por qué ser insinceros? Todo cambió desde que ella tomo segundas nupcias algunos años después de la muerte de su primer esposo.
«Ayer no pude ir a verte, tú sabes, tenía reunión con la alta jefatura»… «el sábado no puede ser, tengo frontón con mis colegas»… «¿Te quedaste con los platos servidos?, i’m sorry! Mañana llego por el calentado»… Al auricular ya no le queda espacio para albergar más disculpas (al corazón, tampoco), algunas ciertas; las más, inventadas. Total, si algo abunda en este mundo son los pretextos ideados como aros salvavidas para evitar cumplir con los compromisos. Pero, ¿por qué con ella?, ¿Por qué a ella? Al otro lado del teléfono, el espíritu sufrido de esta suerte de Penélope reeditada se limitará a exhalar como respuesta, inaudibles suspiros profundos en su afán de ahogar las angustias de su ausencia, y sus ojos, esos hermosos ojos color caramelo que muchas veces le quitaron las angustias, llorarán quizá sus últimas lágrimas…
11: 50 am. Finalmente, sus pies lo aproximan al restaurante. Su corazón es un ovillo de vísceras estranguladas, más que por verla, por poder apreciar aquellos ojos generosos pretendiendo ser acusadores «Después de tantos pretextos… ¿Cuantas navidades has evitado pasar conmigo?» Tras las puertas, las mesas vacías le notifican que ella aún no ha llegado «Qué extraño, ahora sí te gané la posta. Buen pretexto para hacerte pagar el postre». Bosqueja una sonrisa, mientras descansa el fondillo en una cómoda silla de mimbre. Un buen Cabernet Sauvignon moderadamente frío es el elegido como esperativo… Los minutos transcurren lentos, como condenados al patíbulo. Muy pronto, los vapores de los primeros sorbos del vino lo desinhiben y todos los deseos cohibidos por verla se escurren por sus poros. La urgencia taquicárdica del hablar reprimido es evidente. Sus emociones recobran vigencia y siente la imperiosa necesidad de que ella aparezca para liberarlo de la cuna/cárcel…
12:05… Sus ojos que estuvieron posados durante más de diez minutos en el umbral de la puerta, ahora miran el fondo vacío de la copa que estrujan sus manos. Cinco minutos ya es suficiente evidencia. Ella no ha venido. Dos gotas de agua salobre se escurren de sus ojos y caen al fondo de la copa, dejando, al filtrarse por la comisura de sus labios, el amargo sabor inconfundible del desagravio que ella acaba de cobrar.
Allá en casa, con el traje nuevo aún puesto y unas lágrimas de transito desorientado por el arrugado rostro, su madre aún no sale del asombro de haber tenido el valor para faltar a esta cita… «Para que sienta lo que mi corazón siente cuando me deja con las ganas de verlo»… «¿No era lo que más deseabas en estos últimos tiempos?» Con toda el alma; pero también en el alma sintió muchas veces las atroces puñaladas de esta inexplicable ingratitud. Quizá son los dolores del parto que optaron por resucitar…