Ma Toya, entre luces y sombras

Edgard A.Gaspar Vergara
Comunicador Social

Ayer por la tarde me tocó visitarla. Digo me tocó, porque este ritmo de vida cada vez se hace más complicado y entre los extras laborales y los requerimientos académicos y afectivos de casa, ir a verla es cada vez más un lujo que una rutina.

Como de costumbre, me embolsillé unos dulces, de esos que a ella le encantan, y subí a su departamento. Allí estaba ella, sentadita en el sillón marrón de siempre, con un sacón de polar rojo, su inseparable colcha fucsia abrigándole las piernas, algunos mullidos cojines procurándole confort, y su mirada hacia el horizonte, conversando con la pantalla del televisor. Conversando, sí, exactamente, conversando. Me detuve a su costado para observarla por un largo rato y noté que le hablaba a la presentadora de noticias. «Ah, sí, ¿no?», «Seguramente, ella tendrá la culpa, pues…», le decía a la pantalla, muy concentrada. Tan concentrada estaba que no advirtió de mi presencia, y su ahora precaria visión tampoco se lo permitió.

Este mustio momento no me causó tanto efecto, porque no era la primera vez que ocurría. Ya me lo habían contado e incluso yo fui testigo de ello algunas veces. «La chica de la televisión me está hablando», me decía entonces, y yo lo tomaba con total naturalidad, siguiéndole la corriente a su supuesto buen humor. Lo que me impactó fue el hecho de que esta vez sí caí en cuenta de la magnitud de este comportamiento: Mi madre estaba presentando un trastorno que cada vez se hacía más evidente.

Con esa certeza taladrando mi juicio y contemplando sus dulces y arrugadas facciones, me fui acercando a ella, sigilosamente, como midiendo la distancia para evidenciar el momento exacto en el que ella voltearía, dándose cuenta de mi presencia y extendiendo sus brazos me nombrara como siempre emocionada, confesándome: «¡Te he extrañado bastante!». Tres metros, dos, uno… y ella no volteaba. Era evidente que su campo de visión se había reducido considerablemente. Estaba tan cerca de ella que podía sentir el inconfundible aroma materno; y quizá fue también su sentido del olfato el que le avisó que alguien estaba cerca, y entonces giró la cabecita y se encontró con mi rostro, impresionándose. Al sobresalto inicial le siguió una lucha por reconocer al recién llegado. Pude sentir el esfuerzo que hizo para enfocar su mirada. Y fue más por prudencia que por convencimiento que me lanzó un «¿Quién es?» de saludo.

Lo que siguió fue algo que terminó por romper mi corazón: Cuando le dije mi nombre, no me reconoció; y entonces me convencí de que no solo era un problema de baja visión…

El alzhéimer es un trastorno cerebral que destruye lentamente la memoria y la capacidad de pensar y, con el tiempo, la habilidad de llevar a cabo las tareas más sencillas. La demencia, causada por la enfermedad de Alzheimer, es la pérdida del funcionamiento cognitivo (pensar, recordar y razonar) y de las habilidades del comportamiento, hasta tal punto que interfiere en las actividades de la vida diaria. Inicia levemente, cuando apenas comienza a afectar el funcionamiento de la persona, y se hace grave, cuando la persona debe depender completamente de los demás para las actividades básicas de la vida diaria.

Más tarde, mientras ella se extasiaba con los dulces y yo le hacía una ocasional manicura, después de que me hubiera reconocido, pude comprender que la única manera de enfrentar esta cruel realidad son los momentos de calidad que les podemos brindar a través del contacto táctil, las palabras afectuosas y las atenciones oportunas, para el beneficio de ambos, mientras sus intermitentes luces le permitan percibirlas, antes de que las sombras nos borren por completo de su memoria…

     
 

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