Retorno a clases de medio año

Doenits Martín Mora

Pese a que había dormido poco y mal, Dominic se despertó muy temprano, cuando las sombras aún dominaban el interior del dormitorio. ¿Por qué estaba emocionado de volver a dictar clases?, se decía, mirando el techo, mientras su esposa dormía a un costado. Las dos semanas de vacaciones las había disfrutado, por lo que debía querer seguir descansando. Pero, en lugar de ello, tenía los ojos abiertos y la mente lúcida, como si se hubiese activado un interruptor dentro de él. Tenía las clases preparadas y los materiales listos en la maleta. Pero la noche anterior, cuando los había guardado, fatigado, no había sentido ningún entusiasmo, más bien los había metido con desgano, como si fuese el último pendiente de una larga jornada. Y, sin embargo, ahora, quería salir pronto de su casa y llegar al colegio temprano para rencontrarse con sus alumnos.

Se deslizó hasta el borde de la cama y se incorporó lentamente. Buscó sus sandalias, tentando el suelo con los pies. Al ubicarlos, se las calzó una a una y levantó del lecho. Salió del dormitorio en silencio, a pasos lentos. Afuera, los muros del patio se esclarecían con los primeros rayos de la mañana. El cielo estaba despejado: al parecer sería un día radiante y caluroso. Por donde mirase, encontraba motivos para animarse. Ni siquiera el frío, todavía intenso, lo desalentaba. ¿Acaso dictaría clases solo por un día? Era el reinicio de las actividades escolares, la vuelta a la jornada laboral, el retorno de la cotidianidad, la rutina y la fatiga de cada día. ¿De qué se alegraba tanto? De pronto, su mente se poblaba de rostros imberbes, caras risueñas e inocentes, que lo asediaban dentro y fuera del aula. No era por la simpatía de los alumnos. Había quienes podían alterar el humor del hombre más noble. Dio media vuelta y retornó al dormitorio. En el interior, todavía entre sombras, su esposa dormía emitiendo breves resuellos. Era bastante temprano para despertarla. Dentro de poco, ella misma lo haría y lo buscaría en la cama. Seguramente, sorprendida, preguntaría por qué él se había despertado antes; si había podido dormir bien o no había dormido nada. De todos modos, debía aprovechar la premura del amanecer para vestirse, así podría llegar temprano al colegio y recibir a los alumnos. Era lunes, día de formación escolar, por lo que los docentes asistirían vestidos con traje formal. Debía arreglarse para la ocasión. Eso también lo emocionaba, pues, como un abogado, ingeniero o médico, la indumentaria lo distinguía, le daba realce a lo labor de docente. Sigiloso, abrió una puerta del ropero y metió una mano para ubicar el colgador del terno. Iba a desprenderlo, cuando una mancha peluda salto desde el interior, resbaló sus garras al correr por la habitación y desapareció en la puerta. «¡Ay, mamacita! ¡Qué carajo fue eso!», gritó Dominic, asustado. Se quedó paralizado frente al ropero, con las manos replegadas en el pecho. Hubo movimientos bruscos en la cama. Su esposa se incorporó, alertada; agitó la cabeza de un lado a otro. «¡Qué hay! ¡Qué pasó!», dijo, mirando hacia a todos lados. «Un gato estaba dentro del ropero», dijo Dominic. «¿Cómo llegó hasta ahí?». «Ah», se revolvió en la cama su esposa. «A veces entra a dormir. El pobre no tiene hogar». «¿Y por eso tenemos que encargarnos nosotros?», se enfureció Dominic. «Si quieres lo echo a partir de ahora. Pensé que le ayudaba», dijo la mujer. Alterado, todavía impresionado, Dominic salió hacia el patio. Se dirigió al fregadero y metió la cabeza bajo el grifo. Dejó que el agua corriera por sus cabellos, bajara por su rostro y se ocurriera en su cuello. Nada podía ser perfecto, ni siquiera por una mañana, pensaba, con malestar. El retorno al colegio, las clases de siempre, los alumnos desatentos. El reinicio de la agonía dentro del aula por otros meses, asumía, apesadumbrado. Recordó al gato bajo sus pies, corriendo despavorido por la habitación. También el animal se habría asustado al verlo. Lo esperaría asustado en el interior del ropero. ¿Qué culpa tenía de que lo metieran ahí? Era un animal. De pronto, como si hubiese aguardado la respuesta a su inquietud inicial, esta apareció traslúcida. Lo que lo entusiasmaba, más que retornar a clases luego de dos semanas de vacaciones, con el cuerpo y la mente descansados, era restablecerse como formador de un grupo de personas. Más allá de que los alumnos fuesen adolescentes o púberes, aplicados o díscolos, hombres o mujeres, su posición de transmisor de conocimientos lo entusiasmaba. Era, a fin de cuentas, el encargado de iluminar esas mentes o sacarle lustre para que brillaran en el futuro. Con mejor ánimo, sacó la cabeza de debajo del grifo y se revolvió los cabellos con ambas manos. Era parte fundamental de vidas ajenas y eso reivindicaba la suya. Sonriente y victorioso se dirigió hacia el dormitorio.

     
 

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