Romper la mano

Doenits Martín Mora

¿Tú qué hubieras hecho? Yo contesté el celular y, al escuchar su voz, dejé que hablara: «Hermano, me detuvo la policía. Ven, por favor, estoy en la esquina de Junín y Huallayco». No se notaba mareado ni desesperado, pero, como lo conozco, sabía que se trataba de un pedido urgente. Así que agarré las llaves de la casa, metí todos los billetes que encontré al bolsillo y salí en completo silencio para no despertar a mi mujer. Caminé por el pasadizo pensativo, tratando de comprender cómo es que mi hermano se había metido de nuevo en un problema. Al salir de la casa, encontré la calle oscura y desolada; las fachadas de las casas vecinas parecían siniestras por la débil luz del alumbrado público. Tomé el jirón Abtao y me encaminé hacia el jirón Junín. No dejaba de pensar en el problema de mi hermano. ¿Cómo era posible que la policía lo interviniera? Se suponía que, después de la última detención, tomaba previsiones. ¿O me había llamado para sacarme de la casa y ponernos a libar? Al llegar a la esquina del jirón Abtao y Junín, pude distinguir las luces de la moto del policía de tránsito. Mi hermano estaba a un costado, con la moto estacionada junto a la vereda, y conversaba con el agente policial. Me dirigí hacia ellos, que se encontraban en la otra esquina, tal como me había indicado mi hermano. Tenía la mente enrevesada, no por la cólera ni la frustración, sino por el desaliento y el desánimo de que la situación de mi hermano se agravara. Era evidente que se encontraba en un problema similar al anterior, y por la reincidencia, su situación era delicada.

—Buenas noches —saludé al policía.

—¿Este quién es? —dijo el hombre, con el rostro desconfiado y la mirada esquiva. Traía el uniforme habitual de un policía de tránsito: chaleco verde, pantalón y camisa crema. Se encontraba sentado en su motocicleta.

—Soy su hermano —dije.

—De él es de quien le hablaba, jefe —dijo mi hermano, de pie, a un costado—. Vino a ayudarme para no verme perjudicado, jefe. —Su rostro revelaba sumisión y abandono.

—Mire, amigo —me dijo el policía—. Aquí tu hermano no tiene licencia de conducir, ni SOAT. Cuando lo detuve, llevaba a una persona sin casco de seguridad. Y cuando hablé con él, me di cuenta de que había tomado licor.

Volví el rostro hacia mi hermano y lo miré con reproche.

—Entiendo que su situación es grave, amigo —dije, procurando ser amigable—, pero es mi hermano y quiero ayudarlo, si no, no estaría aquí. ¿Con cuánto se podría solucionar esto?

—¿Perdón? —se hizo al ofendido el policía—. Mire, amigo, soy un agente policial y represento la seguridad y dignidad del país. ¿Me está usted sobornando?

—De ninguna manera, amigo —continué, piadoso—. Quiero ayudar a mi hermano. Sé que es un idiota por manejar en estado de ebriedad y sin papeles. Pero entiéndame que quiero ayudarlo.

—No volveré a cometer el mismo error, jefe —suplicó mi hermano—, se lo juro. Si me detiene con las mismas faltas, ahí si me voy derechito a la comisaría.

—Lo que uno hace por la familia —negó con la cabeza el policía, cambiando de actitud. Y miró a su alrededor, para cerciorarse de que no hubiera transeúntes cerca—. Por esta vez, los voy a ayudar —suavizó la voz—. Pero vayamos a un lugar seguro. No quiero que la gente me vea “prestándoles apoyo”.

—Muchas gracias, jefe —endulzó la voz mi hermano—. Vamos a la casa de mis padres. Ahí hay una cochera donde podemos solucionar esto.

—Sube a tu moto y maneja delante de mí. Yo te sigo —indicó el policía.

Yo tomé un respiro y asentí, aliviado. Fui tras ellos a pie, caminando por las mismas calles oscuras, carcomiéndome de vergüenza por dentro, sin darme cuenta siquiera de mis pasos. “Pudo haberle ido peor de mi hermano”, pensaba, “porque en la anterior intervención fue detenido y llevado a una carceleta por las mismas faltas. Le habían advertido que, en una siguiente detención, iría a parar a un centro penitenciario”. ¡Iba a ser internado en el Penal de Potracancha! Menos mal, se había evitado llegar hasta tal extremo. Gracias a Dios, o el diablo, el policía había accedido a ayudarnos, en lugar de llevarlo detenido a la comisaría. Seguramente pensaba que era la primera vez que mi hermano incurría en aquellas faltas. ¿Dejarlo abandonado como castigo por su desobediencia? Ni pensarlo, papá. Por eso vinimos a tu casa, viejito lindo. Necesitamos hacer la «transacción» en la cochera. No te molestes y ábrela, por favor. ¿Tú no hubieras hecho lo mismo por tu hermano?

     
 

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