Semana Santa

Cuando era niño, cada Jueves Santo, iba indefectiblemente a la capilla de Puelles. Pero no para rezar, poner flores o prender velas. No. Estaba allí para ayudar a mi madre a vender picarones. Y lo hacía con tanto gusto que esperaba ansioso que el año avanzara rápido para que llegara otra vez la Semana Santa.
El tiempo ha pasado y esta vez he vuelto y he recordado con cariño y emoción aquellos viejos momentos en que, junto a mi madre y mis hermanas, armábamos la fogata a un costado del cerco verde que se armaba a ambos lados de la entrada. He vuelto y recordado aquella época y casi me quiebro por la conmoción de evocar el pasado.
Las circunstancias de hoy son distintas y gracias a la vida y al esfuerzo ahora es diferente. Esta vez, a pedido de mis hijas y mi esposa, decidimos hacer un recorrido previo y comenzamos por la parroquia de La Merced, bien iluminado, con una música de fondo suave y mucha gente que rezaba.
Luego fuimos a San Sebastián, una parroquia bien ubicada, bien mantenida y en donde se respiraba cristiandad en cada rincón. Pasamos después a San Pedro, pequeña pero elegante, con mucha gente aglomerada que encendía velas con aflicción devota. En esa parroquia, hace más de cincuenta años, se casó mi hermana mayor, muy jovencita ella. Todavía era un infante pero recuerdo nítidamente aquellos episodios y desde esa época siempre le guardé especial cariño a mi cuñado que, dicho sea de paso, ya no está con nosotros.
Dejamos San Pedro para dirigirnos a San Francisco, una de las iglesias más bellas de estos lares. En el frontis, es decir en el parque Cartagena, armaron una feria (con elegancia y buen estilo) en donde vendían productos de la región. “En esta iglesia me casé con tu madre”, les dije a mis hijas. Ellas festejaron y abrazaron a su progenitora, luego me abrazaron a mí que me sentí dichoso y orgulloso de tener dos bellas e inteligentes hijas.
Me vi nuevamente, como hace más de cincuenta años. Mi madre sacando la masa de una olla grande, con un arte único que no heredamos nadie. Usaba los tres dedos de su mano derecha y con ellos, en una perfecta sincronización y con rápidos movimientos soltaba la masa hacia el sartén con aceite caliente. Y como en un acto de magia, la masa flotaba convertido ya en un aro de harina que se doraba y se convertía en una delicia crocante.
Pasamos luego al Patrocinio, una iglesia que ha cambiado bastante y para bien con el tiempo. Desde la puerta, mirando hacia abajo, se ve imponente nuestra Alameda. Viéndolo así y de noche, recordé una de las más logradas crónicas de don Virgilio López, en donde, se dice, un día ya lejano, apareció en uno de los fresnos de la Alameda, la “parte” de una mujer clavada con tachuelas de oro.
Nos despedimos de Patrocinio y nos dirigimos, ahora sí, a la capilla de Puelles. En Semana Santa se acostumbra adornar las capillas huanuqueñas con unos cercos vivos, en base a ramas de pacae, cañas grandes, troncos de plátanos sosteniendo sus propios racimos y otros árboles frutales. Además, se ponía en los altares mucha fruta de la zona. Y así estaba Puelles la noche del Jueves Santo cuando llegué con mi familia.
No pude con la evocación al ver ese mismo lugar en donde en tiempos distantes llegaba con mi madre y mis hermanas. Construíamos una rudimentaria fogata con piedras sacadas de la quebrada, encendíamos el fuego y comenzaba el arduo trabajo de mi madre que se extendía casi hasta la media noche.
Regresé al pasado y recordé que algunos mayordomos, en los días previos, venían a mi huerto para llevar ramas y frutas con el que adornaban la capilla. Recordé al “inmortal” Gumicho, un hombrecito centenario y un poco tartamudo que hacía de cuidador de la capilla y que se quedaba dormido detrás de la puerta, al abrigo del calor que emanaba de los cientos de velas que ardían al unísono. Seguro que el gran Gumicho (Gumercindo era su nombre y vivía a unos pasos de mi casa) seguiría vivo de no ser por la irresponsabilidad de un mal chofer que lo atropelló cerca al mercadillo de Las Moras.
Me vi nuevamente, como hace más de cincuenta años. Mi madre sacando la masa de una olla grande, con un arte único que no heredamos nadie. Usaba los tres dedos de su mano derecha: el pulgar, el índice y el mayor, y con ellos, en una perfecta sincronización y con rápidos movimientos soltaba la masa hacia el sartén con aceite caliente. Y como en un acto de magia, la masa flotaba convertido ya en un aro de harina que se doraba y se convertía en una delicia crocante.
Mi madre, seguía haciendo picarones con sus manos hábiles mientras una de mis hermanas con un palito largo o con un trinche de metal volteaba para que se dorara parejo. Yo y mi hermana menor atizábamos el fuego, lavábamos los platitos o estorbábamos un tanto.
Mucha gente llegaba para comprar y probar los ricos picarones de mi madre. Nos alegrábamos cuando nuestra fogata era rodeada de una multitud que hacía sus pedidos. Mi madre servía una buena porción que era acompañada por la miel que endulzaba hasta los corazones más agrios. Llegaba por ejemplo, mi tío Genaro y su familia que consumían bastante; también llegaba mi primo Guillermo, mi tío Alberto y mi tía Adela y tanta gente que no conocíamos.
Así completábamos la faena de aquellos Jueves Santos. Terminábamos la venta, recogíamos todos nuestros enseres y volvíamos cansados a la casa. Para mis ojos de infante, mi madre ganaba muchísimo dinero en esas jornadas y creía que éramos millonarios. Por eso, pasada la Semana Santa, mi hermana menor y yo, sobre todo (pequeños inconscientes) exigíamos que nos comprara nuestro polo o nuestra zapatilla para lucirlos en el vecindario. Mi madre siempre accedía a nuestros pedidos caprichosos aunque ello implicada desbaratar el pequeño ahorro que había acumulado vendiendo picarones a un costado de la capilla de Puelles los Jueves Santos.
Vuelvo a la realidad y mi presente es otro. Le cuento la historia a mis hijas y ellas me miran entre tristes y entusiasmadas. Salimos de Puelles y nos dirigimos a nuestra última visita: la capilla de la Cruz Blanca, en mi barrio: Los Profundos. A esa hora ya hay poca gente y la mayoría son vecinos. A un costado una señora amiga, de avanzada edad, está preparando picarones calientitos. Pedimos cuatro platos y nos sentamos en unas banquitas pequeñas a saborear ese rico manjar dulce y crocante como la vida misma.
Huánuco, 9 de abril de 2023.