«Hitler» Ian Kershaw

Eiffel Ramírez Avilés

En un resumen de mil doscientas veinticinco páginas, el historiador Ian Kershaw ha ofrecido al mundo su biografía del dictador alemán1. Definitivamente, para redactarla tuvo una tarea ingente por delante, ya que tal figura implica muchas aristas: las fuentes fiables sobre su vida, el vertiginoso contexto histórico de Alemania en la primera mitad del siglo XX, el “legado” del biografiado, la responsabilidad moral de sus compatriotas. Pero Kershaw emprendió el reto de contar esa vida en base a dos preguntas fundamentales: i) cómo un don nadie y desadaptado social como fue el joven Hitler llegó al poder de una poderosa nación; y ii) cómo este individuo, una vez en el poder, lo ejerció, sometiendo a todas las instituciones tradicionales, hasta llevarlas a la ruina completa con una nueva guerra mundial. El propio autor concibe respuestas a estas preguntas a través también de dos conceptos claves: i) la autoridad carismática del líder: fue la gente la que revistió a Hitler de grandeza y de heroísmo, a pesar de que no poseía tales caracteres; y ii) el “trabajar en aras del Führer”: los alemanes de esos tiempos asumieron, al aplicar métodos radicales en sus propias esferas de acción (e. g., boicotear negocios particulares judíos), que estaban cumpliendo con los dictámenes generales del dictador. 

De esa forma, el libro de Kershaw nos lleva por muchos pormenores de la trayectoria de Hitler, pero resaltando momentos reveladores. Uno de estos, por ejemplo, es la mediocridad y la miseria de su etapa juvenil. Así pues, hasta los dieciocho años el futuro genocida solo llevó una “vida de zángano”, sin interés alguno siquiera por un futuro profesional concreto. Era un joven ocioso y que solo buscaba complacerse con fantasías (de gran pintor) y de adulaciones de su –quizá– único amigo conocido, August Kubizek. En Viena, y con veinte años encima, fracasó dos veces en ingresar a la Academia de Bellas Artes y, acorde a su acostumbrada ociosidad, no hizo más que gastar sus últimos ahorros heredados y holgazanear. Entonces la pobreza lo llevó hasta el límite, convirtiéndose en un común vagabundo, “flaco y desaliñado, con la ropa sucia e infestada de piojos, y los pies llagados de tanto andar” (p. 83). Aun así, Hitler pudo sobrevivir vendiendo sus cuadros –que eran más que todo copias–, increíblemente, a judíos comerciantes. 

Sin embargo, para Kershaw, esta estadía en Viena no fue decisiva en Hitler para adoptar una “visión del mundo” en que cabía ideas antisemitas y nacionalistas. En su opinión, fue la Primera Guerra Mundial la que lo definió y lo desvió al torrente de la política alemana. Alemania había capitulado en 1918 frente a las otras potencias, empujada por una insurgencia interna. El cabo Hitler consideró a esta rebelión como una “puñalada por la espalda” y por la que luego culparía a judíos y bolcheviques. Ahora bien, esta capitulación germana fue un decisivo punto de inflexión: en primer lugar, creó el ambiente para que un Hitler-político surgiera; con una nación sometida y rencorosa, deseosa de revancha y en la que el odio racial se intensificaba, no fue difícil que un hábil demagogo (el don de la oratoria de Hitler es innegable) pudiera exacerbar sus bajos instintos de barbarie. En segundo lugar, aquella rendición fue una de las causas de por qué, a pesar de que Alemania estaba nuevamente derrotada y destruida en la Segunda Guerra Mundial, no capitulara mientras él mismo, Hitler, siguiera vivo. Este prefería, pues, que toda Alemania ardiera hasta los escombros antes que sucediera un nuevo “1918”.

La historia que narra Kershaw es una historia de la relación de Hitler con el poder. Después de su etapa juvenil, casi no hay nada referente a la vida privada del alemán. En realidad, Hitler no tenía vida privada, o la supo esconder muy bien. El mismo autor lo advierte: una vida de Hitler se subsume a una consumida por el apetito de poder, a un afán de controlarlo todo e intimidar en base a ello; no hay familia, no hay amigos, no hay relaciones extremas, no hay vicios comunes: solo el poder y verse como su detentador.

¿Habrá respondido el biógrafo a esa pregunta triste pero a la vez fundamental: por qué los alemanes aceptaron y siguieron a un vagabundo sin oficio ni beneficio hasta el hundimiento físico y moral, ellos, que se consideraban una de las naciones más cultas y civilizadas de Europa? Es ciertamente una cuestión difícil de responder. Creo que Kershaw lo hace en parte, a través de la idea del resentimiento nacional por la derrota en la Primera Guerra y la forma cómo el genocida aprovechó las “heridas abiertas” de la humillación. Una respuesta completa requeriría, en fin, una reconstrucción de la consciencia colectiva de los alemanes de esa época, aunque eso sería ya más una historia del pueblo. Lo más importante, en todo caso, es que, a lo largo del libro, Ian va desmitificando la posible “grandeza” de Hitler. Este tuvo mucha suerte y harto terreno fértil; nunca hubo un heroísmo deslumbrador.

1  La obra original, como se sabe, es de más páginas y en dos tomos. La que reseñamos es Hitler, Ian Kershaw, ediciones Península, Barcelona, 2015.

     
 

Agregue un comentario