Tinkuy, el carnaval de Utao y Tambogán
Por Felipe Aguirre Chávez
Allá, donde el azul del cielo parece fundirse con las colinas y los cristalinos riachuelos, se alzan Utao y Tambogán. Son pueblos inmensos en memoria y corazón. Allí, cada febrero, el Carnaval Tinkuy despierta al valle del Pillko. No es una fiesta cualquiera; es una batalla simbólica, un pacto con el pasado y el presente que vive en las rocas, en los surcos de la tierra y la memoria de su gente.
El tinkuy no nació de la nada. Fue parido por la rabia y el hambre de libertad, por los sueños de un pueblo que un día decidió no vivir más de rodillas. En febrero de 1812, los originarios de Utao y Tambogán, junto con los de Pachabamba y Santa María del Valle, renegaron con su destino. Dejaron la cotidianeidad, abandonaron al miedo y empuñaron piedras y palos para enfrentarse contra el sistema colonial. Cruzaron quebradas y montañas, avanzaron hacia la plaza de Huánuco, con el corazón latiendo como tambor de guerra, caminaron hacia la libertad.
En los días de carnaval, esa historia no se cuenta: se revive. En las plazas de Utao y Tambogán, hombres y mujeres se dividen en dos bandos. Por un lado, las patriotas indígenas, vestidas con mantas y polleras llenas de colores, guiadas por las autoridades carnavalescas. Por el otro, los realistas españoles, de porte sombrío y altivo, encabezados por líderes locales. Pero esto no es un simple juego; es una batalla simbólica de naranjas que lanza al aire la memoria viva de una lucha que nunca se apagó.
Cuentan los ancianos que, al terminar la rebelión, los sobrevivientes regresaron un martes de carnaval. Volvieron como héroes: cansados, heridos, pero invictos. La plaza los recibió con lágrimas y canciones. Para agradecer a sus dioses y honrar a sus muertos, improvisaron una escaramuza lanzándose duraznos, como si cada golpe fuera una plegaria. Más tarde, las autoridades, conmovidas por aquella escena que ocasionaban contusiones, propusieron cambiar los duraznos por naranjas, y así nació la tradición que hoy ilumina el tinkuy.
El tinkuy entonces es un carnaval y también un hecho histórico. Es también un acontecimiento que conecta lo temporal con lo sagrado. Es el encuentro entre la cruz de los cristianos y la jirka de los apus, una celebración que une dos mundos en un diálogo de resistencia y memoria. La plaza, más que un campo de batalla se convierte en un espacio intercultural donde los gritos son himnos y las naranjas, proyectiles cargados de historia. Es un recordatorio de unidad y sacrificio, de la promesa de libertad que el tiempo no ha podido borrar.
A los jóvenes, el tinkuy les deja un mensaje contundente: no olviden. Cada naranja que vuela en el aire lleva consigo la rebeldía de los abuelos. Cada grito resuena como un llamado a resistir, a no rendirse. Mientras las naranjas sigan cayendo, mientras el viento eleve sus cantos, el espíritu de un pueblo que nunca aceptó ser vencido vivirá en las montañas de Huánuco.
Año tras año, el Carnaval Tinkuy sigue siendo lo que siempre fue: una batalla. No con armas, sino con memoria y corazón. No por codicias, sino por dignidad. Y en cada naranja lanzada, en cada sonrisa arrancada, en cada lágrima derramada, se escucha un grito profundo: «¡Aquí estamos! ¡Aquí seguimos!»