La semana tranca

Andrés Jara Maylle

Dios es grande, hijo, rézale bastante porque a los niños inocentes Él los escucha con atención. Así me decía mi madre cada vez que se acercaba el Domingo de Ramos, día con el que comenzaba lo que entonces me parecía una larguísima Semana Santa.

Y vaya lo inocente que era. Creía y practicaba a pie juntillas todo lo que mi madre, mi padre y las personas mayores me ordenaban. Durante una semana entera había que estar mudo, manco o sin seso en la cabeza para no entrar en pecado.

Temía cometer un pecado, me daba miedo irme derechito al infierno donde, con su carcajada batiente, sus grandes cuernos y sus ojos enrojecidos me estaría esperando el trinchudo, el shapshico, el diablo mismo. Y aquella vez yo le tenía muchísimo miedo al diablo (después me enteré que este o estos —pues son muchos— eran ángeles bellos como los demás, solo que habían caído en desgracia por ser bellos, por ser desobedientes y porque se dejaron ganar por la soberbia).

Cuidadito, hijo, con hablar lisuras porque estarás insultándole al Señor. No patearás ni tirarás jebazos a los perros de los vecinos, ni siquiera a los nuestros, porque estarás pateando y jebeando al Señor. Cuidado con agarrar al patito tierno y meterlo dentro del agua por varios minutos, porque estarás intentando ahogar al Señor. Cuidado con meter al gato Romeo en una caja y ponerlo en medio del estanque como si la caja fuera canoa, tú sabes que los gatos no nadan y se desesperan cuando están en medio del agua, porque estarás intentando matar al Señor.

Y yo era obediente y durante toda la semana no insultaba a nadie; no jebeaba a nada, no ahogaba patos, no metía gatos al estanque, ni le metía pica al toro Muro, ni apedreaba al chivo dañino, ni a las gallinas cluecas, ni al pavo renegón.

Yo, carnívoro contumaz, sufría indecibles desasosiegos porque esos días no se comía ni una pizca de carne»

Todo eso hacía porque era obediente y porque no quería ir al infierno donde, como decían los mayores, me quemaría calato junto a hombres, mujeres, niños, viejos, brujos, alcohólicos, judíos, paganos y toda la mala gente.

Entonces, obedeciendo a mi madre, el Domingo de Ramos, muy temprano, unas veces con mis primos, otras, con mis hermanas, cruzando el puente colgante nos íbamos directo hacia la capilla de Huayupampa donde se reunía toda la gente de la zona para escuchar misa y participar de la procesión.

Con qué fervor, con qué recogimiento rezaba siguiendo las indicaciones del cura en la pequeña y vieja capilla que hasta ahora se mantiene en pie, aunque en estado ruinoso y sin feligreses como antes.

Pero lo más dramático y lo que más alimentaba mi fe sucedía al final cuando los mayordomos repartían a todos los presentes un largo ramo amarillo y tierno de palma extraída de los bosques húmedos de Panao.

Mientras cada uno recibía su palma, el cura y unas personas confesadas sacaban de su altar con mucho cuidado y delicadeza al mismísimo señor Jesucristo. Tomando todas las precauciones y muy lentamente lo trasladaban afuera y allí lo montaban sobre un burro mediano. Lo ataban y aseguraban para evitar cualquier accidente y comenzaba la procesión de tramo corto.

Todo mi pensamiento, entonces, estaba en el sufrimiento que hombres torvos infligieron hace tantísimos años a Jesús, hijo de Dios.

Pero ahora, allí estaba Él, triunfante, rodeado de multitudes, vitoreado y con palmas en las manos, entrando a Jerusalén, su pueblo (en realidad solo dábamos una vuelta alrededor de la capilla huayupampina); desafiando a Roma, para predicar la palabra salvadora.

Al borde del mediodía, culminada la procesión, con gran recogimiento y fe, retornábamos a nuestras casas convencidos de que Dios había escuchado nuestros ruegos. Le dábamos los ramos de palmas sagradas a mi madre y ella, separándolas en tiras o haciendo trenzas muy bellas, los ataba a las ramas de los paltos, chirimoyos, naranjos, cafetos o nísperos para que produzcan bastante, para que se sientan bendecidos, pues eran palmas que habían acompañado al señor durante su entrada a su soñada Jerusalén, sin saber lo que le esperaba los días siguientes.

El lunes, martes y miércoles santo pasaban lentos, agobiantes. Sin poder jebear aves, sin poder insultar a los odiosos, sin poder dar chicotazos a la cabra mañosa. Pero la máxima expresión de fe y fervor religioso sucedían el jueves y, sobre todo, el viernes santo. Esos días sí eran de verdadero recogimiento

Particularmente, yo, carnívoro contumaz, sufría indecibles desasosiegos porque esos días no se comía ni una pizca de carne, nada de condimentos, ni siquiera desearlos. Había que conformarse con un caldillo de agua hervida y yerbas aromáticas, una simple sopa de cushuro y un tanto de café ralo. Todo podía soportarlo: la fe, la obediencia, la sumisión; todo, menos los extenuantes ayunos, las escuálidas comidas si carne, con poca sal y sin condimentos. Así la Semana Santa, en algún momento, se fue transformado en tortura pura.

«Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos», decía en un verso el gran Pablo Neruda. Y tenía razón. Los tiempos han pasado y las formas y costumbres han cambiado dramáticamente. Ahora, por ejemplo, soy desobediente en todo, ya no le tengo miedo al diablo, a Satanás, o al shapshico y, solo por curiosidad, me gustaría ir al infierno, sabiendo que el infierno ya lo estamos viviendo, día a día, aquí en la tierra.

Huánuco, 31 de marzo de 2024.

     
 

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