El desalojo

Andrés Jara Maylle

A media tarde del viernes 28 que pasó, una llamada a mi celular interrumpió la amena reunión que tenía junto a mis amigos Jorge, Jacobo y Juan. Me llamaban para advertirme que más de un centenar de policías se habían apostado por las cercanías de mi huerto y mi interlocutor no sabía cuáles eran las reales intenciones de los uniformados. Le contesté que yo era un hombre de bien, que no tengo problemas con la policía; por lo que esa cantidad solo justificaba el inminente desalojo (que ya se voceaba desde hace varias semanas) del local Villa Cariño, el último reducto de un lenocinio que funcionó desde los últimos años de la década del sesenta del siglo pasado.

Cuando hace más de cincuenta años un empresario emprendedor (no es redundancia) construyó esa casa de “citas” que luego se le conocería como La Máquina del Sabor esta se ubicaba muy afuera de la ciudad, más allá de los extramuros. Esto porque las leyes y las buenas costumbres ordenaban que un local así debería ubicarse lejos de las miradas de la gente “decente”.

Pero el tiempo ha pasado irremediablemente y Las Moras, ese emergente y gigantesco asentamiento humano que alguna vez se le llamó eufemísticamente “pueblo joven”, es ahora parte de la caótica ciudad que crece por los cuatro puntos cardinales. Entonces, el burdel que construyó el empresario hace más de medio siglo ha quedado rodeado entre las casas de cientos de morasinos que viven por los alrededores y que no veían con buenos ojos que un prostíbulo funcione por donde niños, niñas y adolescentes “inocentes” caminan día a día.

Al margen de los muchos asentamientos que fueron apareciendo a golpe de invasiones en donde se enseñoreaban los traficantes de terrenos, Las Moras tenía dos iconos con los que siempre se le identificaba:  su huaico y su burdel.

El huaico continuará allí por siempre y para siempre: imposible desaparecerlo; por el contrario, puede que el huaico (cruzo los dedos y toco madera para que no suceda) puede desaparecer a los morasinos incautos en una de sus iras que de tiempo en tiempo nos encara.

Entonces, con el cierre definitivo de Villa Cariño se extingue, creo, el último de los símbolos más importantes que tenía Las Moras: su burdel.

Recuerdo cuando era niño, cándido e inocente cada vez  les preguntaba con insistencia a mis padres que qué cosa era esa enorme y solitaria casona, con la fachada de rojo intenso, con techo de calamina, flanqueada por grandes y frondosos eucaliptos (que ya no existen) sobre la polvorienta carretera al aeropuerto.

¿Quiénes viven en esa casa, má? Ella, ruborizada, dudosa, con aires de incertidumbre, y mirando para otro lado, como quien no quiere la cosa, me mentía “Ahí viven las niñas, hijo. Esa es la casa de las niñas”. A mi padre, en cambio, por su seriedad y rigurosidad, no podía preguntarle de manera frontal, pero cuando por mi curiosidad lo hacía, él simplemente decía que esa era La Casa Roja, y esquivaba el tema o me mandaba a hacer algo.

Entonces me imaginaba el trajín interior, con muchísimas niñas sin padre ni madre ni hermanos, caminando, estudiando, preparándose para un mejor futuro. Seguramente mi madre pensaba que su único hijo varón nunca iba a crecer. Su instinto de protección le decía que tal vez era mejor engañar a ese niño casto antes que ensuciar su vida y su mente con una verdad cruda, desalmada, brutal.

A esa edad no podía entender la aparente incoherencia entre lo que veía y me decían. Si era la casa de las “niñas”, entonces, ¿qué hacían esas mujeres jóvenes, con tacos excesivos, maquilladas exageradamente, con las cejas y labios bien enmarcados? Si era la casa de las “niñas”, ¿por qué cuando uno se le quedaba mirando con la boca abierta, algunas de ellas, en voz alta y casi resondrando decían “Qué miras, mocoso, anda a tu casa y dile a tu mamá que te dé tu biberón”.

Sin embargo, no pasaría mucho tiempo para saber la cruda verdad y, de paso, conocer los muchos nombres con que se le conocía a esa casona singular, donde al atardecer, cuando el intenso sol huanuqueño se había ocultado tras las cumbres del Rondos, reculaban jóvenes y viejos, agachados y temerosos, como queriendo pasar desapercibidos. Creo que cuando supe todo eso, perdí la inocencia para siempre y me volví malicioso, desconfiado; en suma, me convertí en un ser suspicaz y consciente del pecado.

Con el desalojo del último reducto con el que se le identificaba a Las Moras también se cierra una etapa para los muchos huanuqueños de mi generación (y también de las otras) que cada vez que pasaban por la cuadra 23 del jirón Huallayco levantaban la mirada y hacían guiños sospechosos a sus amigos que rápidamente entendían el mensaje.

Huánuco, 30 de marzo de 2025.

 

     
 

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