El río nuestro

Andrés Jara Maylle

El río está en su caudal más bajo. Las aguas que pasan bajo el puente cada día se reducen y pareciera que en unas semanas más se secarán para siempre.

Pero no será así. Las aguas del río tienen un ciclo que está funcionado bien desde los albores del tiempo; desde que la tierra empezó a tomar forma y desde que las grandes montañas de los Andes empezaron a formarse levantándose desde el nivel del mar hasta llegar, increíblemente, a las alturas que hoy prevalecen, hace ya muchísimos millones de años.

En todo ese tiempo el río, con una paciencia inobjetable, ha moldeado la geografía de esta parte de la Tierra. No importa cuántos millones de años le ha tomado esculpir valles amplios, quebradas profundas, recodos pronunciados, meandros solitarios. El río hace su trabajo milenario, imperturbable, acaso inconsciente. Pero su poder, su fuerza y su determinación implacable lo podemos ver pues está ante nuestros ojos.

Nuestra ciudad, por ejemplo, tiene este relieve (altas montañas por los cuatro puntos cardinales, valle profundo y estrecho, clima atemperado) gracias a la paciencia constructora (o destructora) de nuestro río: fue él, con la ayuda de las lluvias, el viento y el tiempo, el que modeló nuestra orografía sin par.

Sabemos que en todas partes hay ríos y ríos. Unos pequeños, llamados riachuelos; otros, grandes y muy respetados; y otros inmensos y muy temidos: amplios, determinantes, vastos, incalculables. Todos han causado asombro a los seres humanos cuya presencia en el planeta es recientísima. Y los hombres caminaron por sus orillas, se refrescaron con sus aguas e, incluso, construyeron pueblos en sus riberas.

Pasando los tiempos, los hombres, siempre inconformes, inteligentes e industriosos aprovecharon las aguas del río para regar sus incipientes cultivos y beneficiarse de sus granos; para hacer florecer a las plantas y alimentarse de sus frutos, y hasta supo aprovechar la fuerza del río para mover las primeras máquinas.

Es más, los seres humanos, tan bien evolucionados con el paso del tiempo, supieron ver con asombro a los ríos y alimentarse con la belleza que emanaban, ora los torrentes furiosos, ora las aguas calmas y apacibles. El hombre supo encontrar belleza en esas aguas que avanzaban corriente abajo, siempre adelante, sin mirar atrás, sin detenerse ante nada. Y entonces el río fue motivo para que el poeta lo cante con metáforas; para que el cuentista construya una historia ambientada en sus orillas; para que le novelista lo tenga como escenario de amores perturbados; para que el pintor lo recree con sus brochas y sus óleos.

Por otro lado, la ciencia y la soberbia de los hombres, siempre han querido dominar y sobreponerse a la fuerza del río. En algunos casos lo han logrado, pero en otros tantos, han fracasado ruidosamente. Nosotros solo sabemos que el agua es indomeñable, que el río algún día reunirá las fuerzas suficientes para retar a la arrogancia humana y poner las cosas en su sitio.

Pero el río, no solo es agua cristalina o turbulenta. El río también alberga vida, muchísima vida. En otros tiempos, nuestro río generoso que baña a la ciudad, cobijaba (espero que aún lo siga haciendo) una variedad de peces que nos servían de alimento. Desde las pequeñas challhuas, hasta las rugosas cachpas, los veloces y plateados cachuelos y los resbaladizos bagres, huascachos y capacos.

Y en estos tiempos de bajo caudal muchos habitantes de este valle conocían las artes de la pesca aprendidas de sus antepasados. Mi tío Demetrio Garay y luego mi primo Lucio Garay, por ejemplo, viviendo a las orillas del río, allá en Colpa Baja, a lo largo de muchas generaciones que se remontan en el pasado dominaron el arte de cazar estos peces únicos de nuestro río. Sabían cabalmente de su poder nutritivo y crearon artilugios simples pero efectivos para hacerse de los peces de nuestro río: inventaron la nasa, que es una trampa triangular tejida con carrizos largos que se anclan con palos y piedras en las fuertes correntadas del río, por donde los peces ingresaban y ya no podían salir; o crearon las churanas, que son unas cestas hábilmente tejidas con tiras también de carrizo que se sumergían el caudal y se semienterraban en el lecho del río, por lo general a pocos metros de la orilla y por donde, la sapiencia de los pescadores, determinaban que esas eran los «caminos» de los peces. Todo estaba aparentemente bien…

O eso creíamos. Hasta que la indiferencia humana nos está poniendo al borde del desastre. Las ciudades crecieron rápidamente y los habitantes indolentes se dedicaron a arrojar toda su basura al río. Y las aguas se contaminaron y ahora se están tornando en aguas muertas. Es hora que miremos con otros ojos a nuestro río. Y lo salvemos, salvándonos también nosotros.

Huánuco, 6 de agosto de 2023.

     
 

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