El viejo taurigaray

Los científicos le han designado un nombre raro y en latín: Campylorhynchus fasciatus. Los sabios y conocedores del asunto también nos dicen que vive específicamente en el suroeste del Ecuador y en el noroeste del Perú, aunque me consta que en este caluroso valle del Huallaga abundan sobre todo entre los bosques antiguos que aún sobreviven por las afueras de esta caótica ciudad. No es solitaria pues le gusta andar en grupos pequeños pero bullangueros. Se despierta (y nos despierta) muy temprano con su coro desafinado y al mismo tiempo alborotado. Dependiendo del lugar donde habita, se le conoce con nombres caprichosos e insólitos: así, lo llaman Choqueco, Chochín ondeado o Ratona franjeada. Pero los huanuqueños también lo conocemos con un excéntrico pero genial apelativo: lo llamamos simplemente taurigaray. Y punto…
Al taurigaray lo conozco desde que tengo razón. Cuando era niño mis padres me enseñaron a no cazarlos a jebazos porque sería como gastar pólvora en gallinazo: esas avecillas no podían comerse pues, decían, su carne era insípida y dura como el nervio de una res. No era como la paloma cuya pechuguita era tierna y deliciosa especialmente cuando se lo tostaba sobre el carbón de la fogata sazonándola con un poco de sal. Incluso el pequeño picaflor era más útil. Cuando se le mataba de un jebazo mientras se detenía en el aire para succionar el néctar de las amarillísimas flores del maguey, y caían luego, heridas, entre las pencas de la cabuya, había que atraparlas y en el acto cortarlas su delicado pescuecito para chuparlas, calientita, la sangre del moribundo picachito: los hombres viejos nos decían que beber la sangre del colibrí nos volvería inteligentes. Y quién no quiere ser inteligente en esta vida.
Mi madre decía que era un pájaro feo y tenía razón. El taurigaray no es vistoso y fulgurante como las oropéndolas, tampoco tiene el fascinante rojo bermellón de los pichis (huanchaquito, en buen cristiano), menos el llamativo color de los jilgueritos. El taurigaray es de color gris pero con tonos moteados y un poco de blanco sucio en el pecho; es como una gallinita mora en miniatura que le sirve para mimetizarse con los troncos viejos por donde busca sus alimentos. Pues, efectivamente, el taurigaray no se alimenta de semillas, maíz molido, menos de frutas como tantas otras aves: el taurigaray vive exclusivamente comiendo insectos y larvas que pululan entre la corteza de los troncos añosos. Así, las arañas, sancudos, polillas, maripositas y otros bichos voladores o rastreros se convierten en el alimento preferido de estas aves. Con sus picos cortos, gruesos y levemente curvos y muy fuertes descascaran los troncos porque saben que allí encuentran larvas, gorgojos y toda la variedad arácnida que es pura proteína para esta ave voraz.
El taurigaray es como las urracas de estos valles. Para construir sus nidos que no es necesariamente un dechado de arte, «roban» de los humanos todo lo que pueden: medias viejas, retazos de telas en desuso, trozos de cuero, pasadores de zapatos o cualquier chuchería que puedan hallar. Con estos «ingredientes» revueltos con abundante hojarasca, pajillas, algodón, etc., sus nidos, literalmente, son como un amontonamiento amorfo de pura punsha.
Conozco nidos de muchas aves, y todas ellas son verdaderas obras de prolijidad, de belleza y complejidad increíbles. El gorrión, por ejemplo, tiene un nido hondo; el huanchaco fabrica un nido delicado y meticuloso siempre a ras del suelo, nunca lo hace en la altura de los árboles; o ese nidito blanco o grisáceo (dependiendo del material que usa) del colibrí: una auténtica obra de arte en miniatura. Todos esos nidos tienen el sello de la magnificencia y pensar que son tejidos con sus picos como herramienta única me parece más que increíble. En cambio, el taurigaray escoge árboles altos y ramosos, si es en el guarango u otro pariente espinoso, mejor, y allí lleva su revoltijo de hojas, pajas, telas viejas, etc., etc., y etc., lo amontona entre el ramaje tupido y pone sus huevos de donde semanas después saldrán unos pichones tan feos como sus padres pero bochincheros como ellos solos.
Pero aunque tienen todo en contra los taurigaray son aves extraordinarias y yo les tengo en gran estima.
Por ejemplo, desde hace un par de semanas, dos grupos de estas curiosas aves (no sé por qué) han decidido construir sus nidos en un naranjo que está frente a la ventana de mi cuarto, que da al huerto antiguo. Y por eso, todas las mañanas, antes que amanezca bien, comienzan con sus cantos alborotados y me despiertan inevitablemente a la misma hora. La bullanga es tanta que más parece una pelea de vecinos pendencieros. Taurigaray, taurigaray, taurigaray, parecen decir todos al unísono, sin respetar un orden como sí se puede ver en otras aves. Al fin, esa es su forma de comunicarse y yo despierto, los escucho, los observo y los admiro porque son animales que, con inteligencia y desafío, han sabido sobrevivir a la maldad humana. Cada vez más, su hábitat está desapareciendo y ya no encuentran los árboles aptos donde hacer sus nidos. Tal vez por ello han decido acercarse tanto a mi casa y usar mi naranjo (que también sobrevive desde los tiempos de mi padre) para vivir tranquilamente.
Tal vez intuyen que soy (o intento) ser solo un amigo que todas las mañanas y todas las tardes los observa y los admira en demasía y que estoy decidido a soportar su canto escandaloso de estas aves fabulosas.
Huánuco, 13 de noviembre de 2022