MADRE: ausencias, presencias… y recuerdos

UNO
Aprovecho este espacio para expresar mi cariño más profundo y mis respetos incondicionales para todas las madres de aquí, de allá y de cualquier lugar cercano o lejano. Esas mujeres increíbles que son capaces de dar absolutamente todo sin esperar absolutamente nada. Ellas que son capaces de transformar el mundo y su entorno en nombre de sus bienes más preciados: sus hijos.
Es un día de recuerdos y encuentros, al mismo tiempo. Y perdonarán mis distraídos lectores que en este caso abuse de la primera persona, pero creo que es la mejor manera para intentar trasmitir la emoción, la alegría y también la tristeza en este domingo de presencias y ausencias.
Pienso (un poco en broma y mucho en serio) que, tal como pregonan los sacerdotes en los púlpitos, si hay en el más allá un cielo como premio a nuestras buenas acciones, este sería un bonito lugar exclusivo y único para las madres. No tengo dudas que al cielo deberán ir solo las madres y nadie más. Ellas se merecen por su amor imperecedero y ciego que profesan a favor de su prole, por el sacrificio sin nombre al que se someten para encaminar la vida de sus hijos, por el llanto derramado, por el dolor que soportaron, por su corazón ennoblecido de amor puro y sincero.
DOS
Siempre que pienso en mi madre, me viene a la memoria el recuerdo más lejano que tengo a lado de ella. Debió ser pasado el mediodía de un día cualesquiera en la casa antigua en el barrio Los Profundos, hoy convertido en la cuadra dieciocho del jirón Abtao. La casa era vieja y tenía paredes desconchadas, con doble arquería. Al costado izquierdo, estaba la cocina en donde sobresalía una fogata de tres hornillas en la que se preparaba los alimentos del día. Al lado derecho, entrando al fondo, había un par de cuartos semioscuros en donde se guardaba de todo.
Recuerdo que en uno de esos cuartos yo lloraba por nada o por algo, de manera escandalosa y desesperada. Mi llanto se acrecentaba sintiéndome solo. Y he ahí, la puerta que se abre dando paso a la luz salvadora y detrás de esa luz mi madre que entra desesperada. Me toma en sus brazos, me acurruca en su pecho tibio y me lleva a la cocina. Allí, mientras con su brazo izquierdo me sostiene pegado a ella, con la derecha la veo (la recuerdo) moviendo un guiso hirviente en una olla de barro. Yo me calmo; su solo abrazo le da quietud, tranquilidad y confianza plena a mi vida. Me siento protegido contra todos los malos demonios que me acechan. Me siento inmune al hambre, al dolor, a la soledad. Estoy a lado de mi madre (o ella está a lado mío) y tengo la plena seguridad de que no me sucederá nada malo. ¿Cuántos años tendría en aquel entonces? No sabría precisar, pero supongo que no más de tres o quizás, cuatro. ¡Quién sabe!
En cambio, el último recuerdo sí está bien grabado en mi memoria. Es la madrugada del diecinueve de mayo del 2020 y una llamada telefónica insistente me despierta. Mi hermana Noemí en tono lloroso me dice: “Ven rápido, mamá se está muriendo”. Salto de la cama, corro hacia la casa donde mi madre agoniza y todavía puedo cargarla en mis brazos en esos últimos instantes de su vida, como ella me cargó en los primeros de la mía. Tomo sus manos, aún tibias, y las acerco a mi pecho para que pueda sentir que mi corazón late desesperado sabiendo que ella está partiendo en su último y definitivo viaje al cielo que lo espera.
TRES
Y a propósito del Día de la Madre, que se ha convertido en un día muy comercial, debo confesar que jamás imaginé tenerle a ese día un terror pánico sin nombre. Sucede que el 2013, decidí con mi familia, incursionar en el negocio culinario. Sucede también, que ese día, justo ese día, todos los hijos se vuelven extremadamente cariñosos y agradecidos con sus madres. Por ello, deciden que no cocinarán en casa sino será mejor agasajarlas en un recreo campestre, restaurante o cosa parecida.
Muchos días antes del domingo esperado teníamos que prepararnos debidamente: triplicar las raciones de pachamanca, del cuy y de todos los platos ofrecidos. También debíamos cuadruplicar la cantidad de mozos, cocineros y personal de apoyo. A las dos de la mañana encendíamos las cocinas y los hornos para que a mediodía esté listo todo esperando a los hijos cariñosos que traían a sus madres y a la familia entera.
La afluencia de comensales era inmensa que todos los preparativos previos eran inútiles después de la una de la tarde. Los ambientes se atiborraban de madres e hijos que pugnaban por un espacio, por unos platos calientes, por ser atendidos debidamente. Al final de la jornada terminábamos exhaustos y pensando seriamente que, si todos los hijos fueran así de cariñosos y acomedidos con sus madres siquiera un par de domingos al mes, seguro que los dueños de recreos y restaurantes terminaríamos millonarios a la vuelta de un año. Lamentablemente, no es así.
Lima, 12 de mayo de 2024.