Nacer y morir: la clave

Andrés Jara Maylle

Cualquier tiempo es bueno para vivir o morir. Se nace o se muere, tanto en enero como en diciembre; un mayo o un setiembre; un lunes o un domingo; una mañana, una tarde o una noche cualesquiera. Vida y muerte son insoslayables para cualquier individuo, sea este rico o pobre; negro, chino, cholo o blanco; famoso o anónimo; creyente, agnóstico o ateo; rey o esclavo; niño, joven, adulto o anciano. Todos alguna vez nacieron, todos alguna vez morirán.

Sociedad que niega a la muerte también debería negar a la vida, decía ese genial mexicano y premio Nobel, Octavio Paz. La vida y la muerte nos han acompañado desde los albores de la humanidad. No importa si evolucionamos, lentamente, desde un mono, allá en las grandes sabanas africanas, desde donde partimos para poblar todo el planeta; o si cobramos existencia gracias al soplo divino de un Dios todopoderoso luego de moldearnos con barro a su imagen y semejanza.

Por eso, la vida y la muerte siempre será (a su manera y dependiendo del prisma con que se mire) una celebración. Una gran celebración. Se festeja (con sonrisa, alegría, regocijo y júbilo) la vida, el advenimiento, la luz, el nacimiento, el principio, el origen, la existencia. Y se festeja (con llanto, luto,  duelo, aflicción, velorio, etc.) la muerte, el final, el ocaso, la penumbra, la partida, el desenlace.

La vida siempre es un gran desafío. Un constante reto a la muerte. Y se la afronta muchas veces temeraria, irreflexiva o insensatamente. Como también con cautela, con sensatez o con prudencia; y a veces, casi con pusilanimidad o indiferencia.

Río Marañón, déjame pasar:/ eres duro y fuerte,/ no tienes perdón./ Río Marañón, tengo que pasar:/ tú tienes tus aguas,/ yo mi corazón, es el metafórico reto a la muerte que Ciro Alegría reseña en su breve novela La serpiente de oro. Suena a desafío, a provocación al bravo río para los que viven a sus orillas; un río que también puede ser la muerte misma.

Pero también puede buscarse ansiosa y sumisamente a la muerte. Puede ser un ideal, un deseo, una búsqueda, como muy bien lo señala ese extraordinario poeta desgarrado que fue Juan Gonzalo Rose: Te busco, muerte;/ te busco y no te encuentro. Entre la nada te busco/ y te busco entre la gente./ Y no te encuentro. / Pero cuando tú me busques,/ todo será diferente.

Así, vida o muerte son asumidas de acuerdo a las circunstanciase, a los momentos, a los hechos. ¿Cuántas personas nacieron o murieron en el transcurso del día, de la semana, del mes, del año o del siglo que nos antecede? En los cementerios yacen, silentes, miles de muertos que tal vez en algún tiempo fueron gente bullanguera, alegre y vital. Los cementerios están atiborrados de cadáveres, de calaveras con cuencos enormes y vacíos, de fémures, de costillares de no se sabe quién. En los hospitales, cada hora se registran nuevos nacimientos: ellos son los prospectos de lo que pasando el tiempo se convertirán en hombres o mujeres famosos, exitosos; o ignorados y fracasados; en gente de bien o en crápulas impresentables. Para eso se nace, por eso se muere.

Nadie sabe si la vida que llevamos será suficiente para perdurar a la muerte. Algunos cursis, siguiendo el adagio, creen que vivirán más allá de la muerte procreando hijos, que estos prolongarán sus vidas cuando ellos ya no sean sino solo vagos recuerdos; que sus apellidos no se extinguirán en los tiempos por venir; que su sangre seguirá corriendo por las venas de otras generaciones que no tendrán la posibilidad de conocer.  Otros creen que pervivirán si es que plantan un árbol. Claro, un árbol puede ser fuente de sombra, de frescura y lozanía, o un mudo e inmóvil testigo de nuestras vidas anodinas o fructíferas. Después de todo, un árbol, si es que antes no se interpone el filo de un hacha innoble, vivirá más que el hombre, será más fuerte y vigoroso (no los endebles y enfermizos seres en que nos convertimos cuando pasan los años) y, como una mofa a nuestro comportamiento sinuoso, el árbol (a diferencia de nosotros que por lo general morimos suplicando, orando, gimiendo) siempre morirá de pie, estoico, curtido e imperturbable. Entonces el árbol también nace, el árbol también muere.

Hay algunos que consideran que prolongarán su existencia si escriben un libro. Creen que un libro puede suplir al hijo que no tuvieron o al árbol que no plantaron. O tal vez tengan razón: quizá el libro puede sobreponerse a la muerte mucho más que el hijo (que terminará olvidando al padre) o mucho más que el árbol (que por fin se extinguirá ante la tiranía del viento, el sol y la lluvia). Quién sabe si el libro, efectivamente, sea el mejor referente para perennizarse en el tiempo. Por lo demás, miles de personas han tenido hijos y otros tantos han plantado un árbol. Y no todos vieron cumplidos sus deseos de vivir más allá de la muerte; por el contrario, han sido ignorados y echados a la oscuridad y al olvido. Sí, puede que los cursis en algo tengan la razón… y la clave: un libro.

Huánuco, 27 de octubre de 2024

     
 

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