Oro y pirámides

LAS PIRÁMIDES
No puedo ocultar mi asombro.
Parado sobre una pequeña plataforma de tierra miro a mi alrededor y atisbo hacia los cuatro puntos cardinales. El paisaje es impresionante. En todo el ámbito prevalece, sobre todo, un gran bosque de algarrobos, guarangos y vichayos; pero de tanto en tanto el bosque da paso a pequeños cerros, a alargadas lomas generando espacios terrosos que varían entre el amarillo opaco y el anaranjado tenue que se notan sin disimulo. «Solo en este espacio que se ve y que no pasa de unos cuantos kilómetros cuadrados se han registrado hasta veintiséis pirámides», nos dice la guía lambayecana.
¡Veintiséis pirámides! Aquí hay más que en Egipto, digo para mis adentros. Fueron construidos a lo largo de varios siglos (entre el 100 a. C. hasta finales del siglo XV d. C.) y por varias culturas que se sucedieron unas tras otras: los moches, los sicán o lambayeque, los chimú y, finalmente, los mismísimos incas.
Entre todas esas construcciones que se pueden ver a la distancia destaca una por su tamaño monumental. La llaman la Huaca Larga y tiene unas medidas impresionantes: unos 700 metros de largo; 280 metros de ancho y 30 metros de altura. Es como si en la ciudad de Huánuco una construcción fabulosa de barro y adobe apareciera de pronto y ocupara, de largo, desde el jirón Ayacucho hasta Pedro Puelles; y de ancho, desde el jirón 28 de Julio hasta el jirón Huallayco. Y todo ello, más alto que la inefable Torre de Babel.
Solo en esta pirámide se calcula que utilizaron más de ciento treinta millones de adobes que tuvieron que preparar, una a una, los pobladores de aquellos tiempos. Por eso, parado en esa plataforma que me permite ver tal maravilla intento remontarme al pasado y veo a miles de moches, sicanes o chimús moldeando de sol a sol los adobes; luego trasladándolos hacia el edificio que crecía día a día; luego ornamentándolos al gusto de las élites y al de sus dioses. El estupor me embarga y prefiero el silencio que me permite escrutar ese mundo que ya no existe, pero cuya evidencia está ante nuestros ojos.
EL ORO
Las culturas de la costa norte del país: moches, sicanes y chimús vivieron en la opulencia. Fueron los más grandes orfebres del mundo antiguo, muy superior incluso a los incas que cuando los conquistaron por el año de 1470, quedaron fascinados. Tan fascinados que los reclutaron a casi todos los maestros de la metalurgia y los llevaron al Cusco.
La certidumbre de su pericia y magnificencia en el manejo del oro, la plata, el cobre y más aleaciones se puede constatar ahora mismo. Basta visitar los muchos museos en donde se guarda piezas de incalculable valor histórico: el Museo Nacional de Sicán, el Museo de Sitio de Túcume, el Museo de Bruning y, especialmente, el Museo Tumbas Reales de Sipán.
Para estos antiguos peruanos el oro y la plata tenían un valor simbólico que los acercaba a sus dioses, que los volvían «inmortales»; que les otorgaba el cetro para gobernar el mundo. Con estos y muchos metales fabricaban orejeras, cetros, máscaras, pecheras, coronas, pulseras, narigueras y un sinnúmero de artefactos grandes, pequeños y pequeñísimos pero con detalles finísimos. En suma, todo el atuendo que usaban los hombres dioses de aquellas épocas fulguraba por su imponencia.
Cuando un dignatario semidiós moche o sicán se ataviaba para salir ante su pueblo, llevaba sobre sí unos veinte quilos de metales preciosos como el oro, la plata, el cobre repujado y más ornamentos sagrados.
Pero el tiempo y la historia que nunca se detiene ha continuado su camino y hoy en pleno siglo XXI solo podemos mirar e imaginar ese mundo fastuoso y opulento en que vivieron, cerca al mar, unos antiguos peruanos, allá en la costa norte de este país sin norte.
Huánuco, 23 de febrero de 2025