Un reflejo al amanecer

En esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.
(Jorge Luis Borges)
¿Cuántas horas había permanecido aquel hombre que tiritaba de frío dormido?, ¿qué sueño lo mantenía en ese estado sin importar la garúa ni el viento furibundo de esa hora? Felipe encendía otro cigarrillo y miraba de reojo a aquel hombre, podría estar ebrio, drogado, quizá tenía algún golpe en la cabeza. Tal vez, solo se había quedado atrapado en algún episodio onírico del que no podía huir.
Se distrajo en sus pensamientos y reparó en que quizá esa noche solo su reloj seguía corriendo, después de todo, tal vez era él el ebrio, quizá nada de lo que estaba viendo era real. Probablemente, los últimos acontecimientos habían terminado por volverlo loco.
Hacía poco más de una semana que cada noche volvía a ese lugar, ni él mismo podía determinar la razón, tampoco. Quería hacerlo. Algo había ahí que lo calmaba. Tal vez era el aroma del olvido. O la obsesión de encontrarse con la muerte jugando a las cartas con las sombras para jugarse el destino de cualquier pobre mortal que por ahí ronde cuando hay luna llena. Felipe era muy distraído, así que la muerte puede haber estado fumando junto a él sin que lo advirtiera. Hace mucho, gracias al sonido del viento y del Huallaga, le había perdido el miedo a la oscuridad de la noche y había dejado de interesarse en la muerte y en la vida.
Comenzaba a llover con más violencia. Miró de reojo al hombre que yacía tendido en la hierba del malecón con la cabeza apoyada en un árbol. ¿Estaba vivo? Sí, se notaba en el pecho que su corazón latía con tranquilidad; además fruncía el ceño como si se encontrase viendo algún episodio de una serie moderna. ¿Se estaba haciendo al dormido?, ¿para qué?
Felipe encendió un cigarrillo más, comenzaron a formarse nubes en el firmamento, al tiempo que su mente formaba imágenes móviles: su infancia en ese mismo lugar; los cuentos que cuando niño le habían narrado; el rostro de aquellas iracundas parejas que discutían y que tal vez ahora, con justa y cierta razón, se debían de odiar o simplemente se hayan olvidado el uno del otro; sus amigos corriendo de un lado a otro; portadas de libros que había perdido; los bares que había recorrido y ya no existían más. Las aguas del Huallaga comenzaban a sonar y le parecía escuchar voces que en otro tiempo le hablaron mirándolo a los ojos fijamente, le pareció escucharse cantando a viva voz con sus amigos las canciones del recuerdo. Un suspiro profundo lo arrebató de ese espacio, la lluvia lo había empapado por completo.
Caminó unos cuantos pasos y se quedó de pie frente al hombre que dormía. Fue inevitable su llanto. Sus lágrimas se confundían con la lluvia, la luz del alba lo hizo temblar pues le permitió reconocer aquel rostro que también estaba empapado con la lluvia. Aquel rostro era el mismo que había visto tantas veces antes en el reflejo de los espejos que ahora permanecían rotos en algún rincón de su empolvada biblioteca.