El insomne junto al vate

«Y si supiera qué mañana entrará
a entregarme las ropas lavadas, mi aquella
Lavandera del alma. Que mañana entrará
satisfecha, capulí de obrería, dichosa
De probar que sí sabe, que sí puede ¡CÓMO NO VA A PODER!
azular y planchar todos los caos». (Trilce, VI)
Había tomado dos pastillas, pero dos horas después, seguía mirando al techo con la esperanza de que Morfeo lo apague. Trataba de no pensar en nada, mas, en esa hora avanzada desfilaban canciones, recuerdos, lugares, personas, nombres, poemas. Logró cerrar los ojos unos cuantos segundos hasta que un espasmo lo sobresaltó.
Encendió un cigarrillo y caminó como un león enjaulado en su sala; musitó unos versos de Vallejo, pensó en la amada ausente del vate en esos versos, la imaginó: un nudo en la garganta lo estremeció. Supo que necesitaba el viento de su ciudad para estar tranquilo y, cruzó la puerta y ya estaba deambulando por su ciudad vacía, una ciudad que le permitía a un insomne pasear por sus calles sin pudor, sin soportar el ruido de la feria del centro.
Imaginó a una pareja caminando de la mano y vio su sombra, movió la cabeza de un lado a otro para convencerse de que estaba solo, completamente solo a esa hora y dijo a viva voz y casi silabeando cada palabra: «Se acabó el extraño, con quien, tarde la noche, regresabas parla y parla». El viento silbaba y a él le parecía escuchar una voz dulce y melodiosa que ya no se dirigía hacia él; unas gotas pequeñas se posaban en la vereda como si se tratasen de lágrimas distantes de quien ya había dejado de recordarlo.
Continuó su camino y se sentó en la banca de un parque a oscuras, al frente una ventana asomaba una luz tenue. Quizá a esa hora alguien estaba despierto sin saber por qué, quizá también se acusaba por no poder descansar y refugiarse durante el día a sendos energizantes para poder seguir con su rutina. Encontró en medio de un pasaje una bodega que atendía, le pidió dos latas de cerveza y caminó hasta el malecón.
Ahí logró ver una sombra sin que cuerpo alguno este cerca. No se inmutó. Escuchó entre el sonido del río y de los árboles una voz aguardentosa y a punto de quebrarse: «En el rincón aquel, donde dormimos juntos / tantas noches, ahora me he quedado sentado / a caminar». Dejó una lata de cerveza en el muro y el bebió el contenido de la que tenía en su mano izquierda. También, te entiendo, vate mío, ahora sé de tu confesión de tu silencio, ahora sé de Trilce, ahora pienso como tú en Otilia, pienso en la que se marchó o dejaste marchar. Te entiendo perfectamente, entiendo que tu sombra no quiso estar sola esta noche como lo estuvo tu cuerpo tantas noches en el invierno de Lima. Conozco también de ausencias, de penumbras y de miedos.
Felipe, con lágrimas en los ojos, alzó ambas latas que ahora estaban vacías. Hubiera querido seguir conversando con la sombra del vate, pero ya la voz lo abandonaba y se quedó en silencio, pensando en Otilia, en la del vate y en la suya mientras unas gotas que llegaban desde el cielo le mojaban el cabello y el corazón parecía pesarle más a cada minuto.