Un susurro

Todos deben de tener una misión en el mundo, la suya era matar zancudos, lo proclamaba, sin temor al reclamo de los insectistas, si lo hubiera, con la misma hidalguía que la de un héroe de guerra. Había nacido para eso, para golpearlos violentamente con las palmas de sus manos, para disfrutar de la tortura que significaba sacarles una a una las patitas y las alas.

Un niño en la pupila

Hay objetos que aparecen cuando, resignado, dejas de buscarlos. Es probable que algún duende invisible se encargue, en un primer momento, de poner nostálgicos a los hombres para luego esconder las cosas y entretenerse viendo de que manera estos, sin resultado positivo, ponen todo de cabeza hasta que al final, rendidos, se recuestan a inventar memorias.

Vaticinio

Había soñado que se encontraba en un pueblo en el que la gente, sea la hora que fuera, se hacía tarde para ir a trabajar, que daba un brinco de su cama y vivía a salto de mata, que tenía el celular pegado a la mano viendo lo que sea para no concentrarse en lo importan; gente furibunda y que carajeaba al viento porque había perdido la fe, una vez más, en su selección.

La noche inagotable

Las cartas que no advierten lo incierto, las ojeras que llegan a la sima del rostro, la noche, otra cerveza, otra vez la noche, una liturgia inagotable que vela los adioses, la transitada calle oscura del cigarrillo, la eterna llamada en espera, la concesionaria que nunca firmó… Todas las cosas acumuladas en un cielo que no para de llorar, el tictac tambaleante del reloj en la madrugada, el penúltimo aguijón en el pecho, un último golpe en la cabeza…

La canción del recuerdo

Luego de algún tiempo lo volvió a ver; siempre le había parecido un tipo singular: caminaba dando vueltas de vueltas en la plaza de la ciudad de los vientos, moviendo de un lado a otro los brazos con una impecable sincronización y sin, aparentemente, distraerse con nada a su alrededor. ¿Qué estaría escuchando mientras lo hacía? Su paso ligero y sus audífonos no pasaban desapercibidos por los transeúntes.

La memoria del corazón

Se la había pasado escribiendo su discurso durante las horas de clases. No recordaba ni siquiera la fórmula de cuadrados, los catetos le eran completamente indiferentes. En su cabeza solo podía silabear el nombre de aquella muchacha por cual no había espacio para pensar en Pitágoras ni para aprender los procesos evolutivos del hombre.

En torno a la locura

Desde aquel diván, el sonido del reloj de pared se escuchaba más fuerte, aunque el tiempo parecía no transcurrir. El hombre que se encontraba echado en ese lugar miraba fijamente el techo. Como si las imágenes se proyectaran allá arriba, unas lágrimas resbalaban por sus mejillas. ¿Qué hace que un hombre terminé ahí? Felipe no quiso averiguarlo, le entregó unos documentos a su amigo y, en silencio, se marchó lentamente.

Día de lluvia en la ciudad

Sacudió la cabeza para volver en sí. Tres personas que habían detenido su trimóvil estaban ayudándolo a ponerse en pie. Vio a su alrededor. Este es nuevo, ¿por qué carajos hay tantos buzones sin tapa en esta zona?, dijo en voz baja mientras se sacudía el pantalón y recogía su casco. Dio las gracias a los que buenamente habían sacado la mitad de su moto de aquel hueco que se no había advertido por la lluvia y arrancó. El timón estaba más chueco que la nariz de su amigo que juraba que en su otra vida había sido Wascacocha el bebedor oficial del imperio incaico, ninguno de su entorno sabía si ese personaje habría existido, pero bastaba verlo beber siete días con sus noches sin resaca evidente para no dudar un instante de su palabra.