Vértigo

Además de su inexplicable miedo a cualquier insecto que pase de los diez centímetros, Felipe, desde que tiene memoria, nunca se había atrevido a treparse ni siquiera a los pequeños tiovivos que se instalaban en las ferias que se organizaban y se abarrotaban de gente cuando el aniversario patrio o de la ciudad de los vientos se asomaba sea por vértigo, miedo, cobardía o como sea que se le llame. Siempre supo inventarse pretextos para evitar pasar por ahí. Piensa en eso mientras mira al frente y siente que sigue siendo un niño, con barba, pero un niño después de todo.

Superluna

Caminaba de un lado a otro. Estaba agotado, no había hecho casi nada fuera de lo normal: se despertó sobre la hora para salir de casa y llegar a tiempo al trabajo, sonrió desganado, como cada mañana, a personas que no conocía porque eso mandan las buenas costumbres, dictó clases a un grupo de chicos cada vez más ansiosos por la proximidad de la fecha de un examen que sentían que determinaría su destino, salió nuevamente a la calle, encendió un cigarrillo y a esperar que termine el día.

Soñar bajo la luna

Tampoco esa noche logró dormir. Se fijó en el techo de aquel cuarto completamente oscuro y se enojó con su insomnio, con los cerca de trescientos cohetes que no habían dejado de sonar las dos últimas horas y con los perros que ladraban como si hubieran visto al mismísimo Shataco metiendo almas en un costal para llevárselas al quinto infierno. Quiso ir por un trago, era después de todo el aniversario de su ciudad y las bodegas o bares ubicados en el centro iban a estar vacíos; sin embargo, un chispazo de lucidez, que le venía muy de cuando en cuando, lo detuvo para bien; quizá hubiera sido como envenenarse.

La oscuridad se disipa

Tuvo apenas doce segundos que contó internamente, mientras el sudor le bañaba el rostro, para escoger por dónde continuar su camino, pues si de algo estaba seguro era que no podía quedarse quieto, que tenía que apresurar el paso sobre todo por esa zona que solo había visitado un par de veces. Todas las calles estaban completamente oscuras.

Crónica de un sueño

Ni el ocaso ni el alba ni los relámpagos habían durado tanto como aquel día en el que un hombre solitario se encontró frente a una laguna; en el que una niña trepaba un árbol con la astucia de quien sabe perfectamente lo que hace en un barrio que no podía reconocer quién la cuidaba; en el que dos parejas por primera vez paseaban tomadas de la mano en el malecón.