En la sombra

Jorge Cabanillas Quispe

Ambos susurran. Ignoran que al hacerlo la dicción es mejor y el aire termina por hacer viajar las palabras con mayor nitidez. No advirtieron que en el salón contiguo se encontraba alguien hacía bastante tiempo. Preferían no hablar en voz alta: se habían acostumbrado a hacerlo, a mirar a los costados, a intercambiar mensajes por papeles. Después de todo, el secretismo y el constante temor de ser descubiertos son marcas que acompañan a los traidores, a los conspiradores y a todo aquel que tenga algo que ocultar.

La menuda mujer ahora no hacía más que asentir con la cabeza. Había dejado de prestar atención a las indicaciones de su interlocutor. Sabía que en cualquier momento la iban a descubrir. ¿En qué momento se había metido en ese círculo infame? Trataba de recordar su juramento hipocrático, pero las breves frases que desfilaban por su cabeza, no la hacían sentir como en aquella tarde en la que lo había aprendido de memoria. Se sentía pequeña, pequeña y miserable. «No fue por odio, no. Fue porque era justo, porque este hombre de Dios tenía que salir victorioso».

El acompañante vio cómo el rostro de la mujer se ponía cada vez más pálido, cómo cada facción se pronunciaba más. Parecía como si en ese breve tiempo, todas sus arrugas se hubiesen concentrado en un solo punto. Ambos se quedaron en silencio. Estaban alarmados sin un porqué aparente. Como si hubiesen comenzado a darse cuenta de que las paredes oyen. Caminaron en sentido contrario cogiéndose el pelo y murmurando para sí frases que ni el buen Dios iba a terminar por entender.

«A nadie daré, aun cuando me lo pida, fármaco letal alguno». Esa frase… ¡Esa frase maldita sea! No dejaba de resonar en su cabeza. No era para menos, a esas alturas era consciente de que no había detectado los síntomas a tiempo, de que se había enredado en una seguidilla de mentiras. Había entendido tal vez que el hombre que tenía en frente no era una mansa paloma cristiana, sino un timador, un manipulador, una miserable bacteria que se aprovechaba de su existencia.

⎯¿Escuchaste? ¿No cerraste bien la puerta?

⎯ Quizá fue el viento…

⎯ Quizá alguien que quería informes…

Trataban de engañarse, querían evitar que sus conciencias padezcan, una vez más, de una delirante crisis de persecución.

¿Qué pensarían sus alumnos si se llegan a enterar de que ella había terminado transformándose en el agente patógeno que tenía en frente?, ¿qué dirían sus pacientes si supieran que se había zurrado en su juramento? ¿Tenía salida?

⎯Fue el viento, seguro fue el viento. Hay que calmarnos.

No había sido el viento. Se asomó lentamente por un agujero y pudo ver una silueta que ella muy bien conocía. Se preguntó en silencio qué hacer. Era seguro que habían sido escuchados, que su secreto iba a ser propalado de boca en boca y que esta ciudad tan pequeña ya no le iba a dar una segunda oportunidad.

El hombre le alcanzó un vaso con agua. Ella bebió con prisa. Al poco tiempo, su cuerpo comenzó a pesarle, sus ojos se cerraban lentamente. Le dio tiempo para arrepentirse y pedirle perdón a la nada. Le dio tiempo para recordar la última parte de su juramente hipocrático y quizá para sentir que, después de todo, era mejor la muerte que la deshonra.

El hombre esbozó una sonrisa, caminó encorvado hasta la puerta. Abrió la puerta y le dio un abrazo a la mujer que había estado en la hora pactada y en el lugar correcto.

⎯Todos dirán, como siempre, que fue un infarto. Después de todo, el buen Dios no iba a permitir que su siervo caiga.

 

     
 

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