Faltar a clase

Cuando salió de casa, una extraña lasitud le invadió el espíritu. ¿Y si ese día faltaba a clase? Cerró la puerta y levantó la muñeca: 12:45 m. Faltaban quince minutos para que comenzaran las clases en el colegio. Mientras introducía la llave y la giraba en la cerradura, miró a ambos lados de la calle. Los comercios tenían las puertas abiertas y escasos transeúntes recorrían las aceras. Le llamó la atención una pareja de enamorados adolescentes que caminaban de la mano y volteaban a sonreírse. Recordó una época anterior en que caminaba de la misma manera con una señorita y creía en el matrimonio. Desde lo alto, en el cielo despejado, el sol irradiaba sobre las viviendas y los vehículos.
Extrajo la llave de la cerradura y la guardó con la sarta en el bolsillo. Empuñó el asa de la maleta y comenzó a caminar. A los tres pasos, sin embargo, le sobrevino un hincón en la pierna izquierda. Lo había sentido próximo mientras se vestía y se agachaba para atarse los pasadores, más incluso cuando bajaba las escaleras y el peso del cuerpo recaía en cada pisada. Ralentizó los pasos para atenuar el dolor y disimular la cojera. “Así que esto era”, se dijo. “El cuerpo sabe anunciar sus recaídas”. Era un hincón impreciso que se extendía desde la ingle hasta la rodilla izquierda y le restaba fuerza y movilidad a la pierna. El calor intenso en la acera, sin techos que proyectaban sombra, no ayudaba sobrellevar el malestar.
¿Y si tomo un taxi para evitar caminar? Levantó otra vez la muñeca: 12:48 m. Habían pasado apenas tres minutos. Era probable que, al caminar, por la movilidad y el esfuerzo, el dolor cediera. Había ocurrido en anteriores ocasiones. Pero, de todos modos, tenías que hacerte chequear por un médico, Dominic. Aunque infrecuentes, los hincones eran síntomas de un padecimiento mucho peor. ¿Cuánto tiempo lo sufrías? Desde el año anterior, tal vez ocho o nueve meses. No lo solía sorprender al iniciar una actividad, como ahora, sino después; en cambio, en esta oportunidad parecía haberse ensañado. Si el dolor persistía, sería en vano tomar un taxi, se dijo, porque, de igual manera, en el colegio tendría que desplazarse de un salón a otro y subir escaleras.
Al llegar a la esquina, antes de ingresar a la calle de la derecha, se detuvo un instante. Observó a los autos y mototaxis aminorar la velocidad y frenar ante la luz roja del semáforo. Esperó, con cierta malicia, que alguno rebasara a los demás y un policía lo sorprendiera. Se hacen a los prudentes y responsables cuando hay transeúntes, pero, cuando nadie los ve, son capaces de atropellar a cualquier desafortunado. ¿Qué me pasa ahora?, se cuestionó. De pronto, no solo tenía el ánimo decaído, sino avinagrado, como si la tristeza y la colera se mezclaran en su interior.
Reanudó la marcha e ingresó a una calle igual de ardiente que la anterior. Los rayos del sol caían de tal manera que se concentraban en la acera por donde él circulaba; en cambio, en la acera de enfrente había grandes tramos de sombra. El tráfico, sin embargo, para cruzar al otro bando era incesante. Tuvo la oportunidad de hacerlo en la esquina, pero por distraerse al observar los vehículos, mientras resistía el dolor, la había perdido. Siguió avanzando, a pasos lentos y demorados, con el puño en el asa de la maleta y la frente en alto, como si le impregnara de dignidad al malestar que le obligaba a cojear con la pierna izquierda.
En la siguiente esquina, al encontrar el hincón persistente, lo tuvo decidido. Era mejor faltar a clase y justificar la inasistencia, que ser blanco de consultas inoportunas y miradas lastimeras por parte de profesores y alumnos. No había semáforo, por lo que asumió que debía esperar un intervalo entre la hilera de autos y mototaxis para poder cruzar. Luego, cayó en cuenta de que más adelante, a dos cuadras, lo esperaba el mercado más grande de la ciudad, estrecho y atestado de vendedores ambulantes, el cual debía atravesar para llegar al colegio. Dada la lentitud con que caminaba y el dolor a cuestas, concluyó que inevitablemente llegaría tarde al colegio. No lo tuvo confirmado, sino hasta que volvió a ver a la pareja de enamorados adolescentes que evidenció al salir de casa. Ellos, inocentes y despreocupados, caminaban por la acera de enfrente tomados de la mano y volteaban a mirarse y sonreírse. Desde la otra acera, Dominic descubrió en sus rostros ese alborozo de las personas que descubren el amor en los ojos de otra persona. “Ni el dinero, ni el trabajo, devuelven momentos de dicha y vitalidad”, se dijo, y levantó la mano para hacer parar un mototaxi.