La fuga imperfecta

Seúl se sentó encima del colchón que lo distinguía de los demás reclusos. Miró fijamente las rejas. Las luces no eran de los faros altos, sino de la luna. Supo, por el olor, que había llovido. Aún no había amanecido. Quiso encender un cigarrillo, pero resistió lo suficiente para no hacerlo. No era bueno que el humo alerte a los presos ni a los guardias, aunque estos últimos habían recibido una buena tajada de dinero; sabía por su experiencia que traidores y soplones habían de sobra.
Abrió la almohada con cuidado, le bajó todo el brillo al celular, releyó el mensaje por quinta vez y vio la hora. Faltaban tan solo unos minutos.
«Después de todo no se vive tan mal aquí, aunque se gasta más que afuera», dijo para sí mismo. Recordó la noche del viernes anterior. El buen Sandro se había esforzado en reclutar a las mujeres más guapas de su ciudad y a quedarse con la coca más pura de la mercancía, que probablemente a esa hora ya había cruzado el continente, para la última reunión. Además, se había provisionado de los tragos más caros y refinados que entraron en la tolva de la camioneta que llevaba los ingredientes para la paila diaria.
⎯Te luciste, hermano, parece que mereces un ascenso ⎯ le dijo al tiempo que le daba de palmadas en el hombro.
⎯ Para servirte, jefe, ya mi recompensa es que usted disfrute ⎯contestó y alzó una copa que contenía más hielo que trago.
Había conocido a Sandro cuando este era un adolescente y, aunque se había acostado con la enamorada de este a cambio de algo de dinero, nunca sintió tan siquiera un ápice de rencor en él. «Hay mujeres que se vuelven putas más temprano que tarde», le dijo en una ocasión.
La noche parecía eterna y él tenía el dinero suficiente para hacer que dure para siempre. Las chicas se quedaban más tiempo por un par de billetes y sus compañeros de pabellón estaban, literalmente, extasiados en medio de ese agasajo.
Al otro extremo de la ciudad, en un conocido local, funcionarios del penal también se encontraban bebiendo y bailando con jovencitas que solo habían visto en fotografías deseando que no amanezca jamás.
La luz de una linterna lo arrebató de sus pensamientos. Se metió de inmediato debajo de las sábanas y fingió que dormía. La luz permaneció haciendo sombra de los barrotes. Y, ¿si no era él? No debía arriesgarse, un sudor frío le recorrió el cuerpo, una extraña sensación que se parecía bastante al miedo recorría su cuerpo.
⎯Vengo de parte de Sandro. Rápido, está por amanecer. Hace frío, carajo.
Le lanzó una gorra y una casaca. Las rejas rechinaron y cada sonido penetraba en los oídos de Seúl, quien cada vez se sentía más impaciente.
⎯Relájate, compare, todo está calculado, ahorita subes a la camioneta, te echas y acá no pasó nada. Mañana la noticia será que te dio un infarto en tu celda y ya. Nadie se va a dar cuenta. En este pueblo puedes velar a un muñeco de trapo y todos lloran como huevones.
Seúl se encuentra fumando en una cabaña lejos de la ciudad. El sonido del claxon lo interrumpe. Da un brinco y abre la puerta. Sandro le da un abrazo y le muestra una botella de whisky. Se sirven. Beben una y otra vez, escuchan canciones de la selva en el parlante del auto.
El hombre que acababa de salir de la cárcel orina apoyado en un árbol. Sandro, convencido de que merece un ascenso y que las venganzas que más demoran son las más dulces, saca un arma del bolsillo derecho y aprieta el gatillo sin culpa alguna. Después de todo, sabe que nadie se atreverá a condenarlo ni a investigarlo por matar a un hombre que ya está muerto.