La última carta

Jorge Cabanillas Quispe

⎯A ti te conozco, muchacho… Ese día me dejaste tomando solo … No te hagas al desentendido, yo te conozco…

El hombre de baja estatura que cubría su calvicie con una gorra hablaba y hablaba como si se tratase de un vendedor de esos que no entienden que cuando uno está sentado solo en una mesa es porque no quiere hablar con nadie. Felipe tenía ganas de ponerle el mantel en la boca o atravesarle con un clavo de la silla en la garganta para que se calle, pero no tendría sentido, así que decidió ignorarlo.

⎯¿No te acuerdas? Ni nosotros los viejos tenemos tan mala memoria.

No se acordaba ni de lo que había desayunado el día anterior en el café Ortiz, menos iba a recordarlo. «Seguro debe ser un amigo de Dominic. Ese compare me presenta a cada loco», se decía a sí mismo.

⎯Mientras te acuerdas, ¿me puedo servir un poco?

Estaba borracho, pero no era cojudo. Felipe lo miró y sintió algo extraño por él, no era pena, ni nada que se le parezca, no parecía querer gorrearle el trago; prefirió no hacerse caso y pensó que después de todo un vaso de cerveza y un pan no se le debe de negar a nadie; quizá sí lo conocía, tal vez lo vio y bebió con él en alguna de esas largas y lejanas noches en bares que hoy ya no existen y no porque hayan quebrado, sino porque a la Municipalidad le parecía que eran lugares peligrosos en los que solo se reunía gente de mal vivir, prontuariados y peligrosos amigos de lo ajeno y de la bebida que solo se reunían para planear sus fechorías. ¡Vaya ironía! De ser así tendrían que clausurar todas las oficinas gubernamentales. Aunque el hombre, que era bastante mayor, no tenía la apariencia de frecuentar lugares así.

⎯ Compare, ponme otra canción, pues, por favor. Si sigues poniendo esas cosas, nadie va a querer chupar aquí. ⎯ gritó dirigiéndose al hombre que se encontraba detrás del mostrador.

Ahora estaba seguro de que no lo había conocido en la Página 11, local que cerró a causa del maldito virus chino. Ahí no entraba casi nadie, así que recordaba cada rostro de aquellas mañanas; Felipe bebió un sorbo y suspiró. Qué habrá sido de la vida de la señora que tan amablemente le traía a paso lento las cervezas de una en una para que no se calienten, que no permitía que se ponga música y que le contaba una y otra vez la misma anécdota.

El hombre de gorro negro se puso de pie y se acercó a la barra; Felipe pensó que se había ido a otra mesa o que por fin se había ido para dejarlo en paz; de pronto, de los parlantes se comenzó a escuchar a José Feliciano. Felipe que quedó solo en la mesa, sintió que el viento de su ciudad estremecía su cuerpo. Disfrutó la primera melodía de la guitarra; bebió y bebió. «Quién demonios es este señor», se dijo a sí mismo.

⎯ Ves que te conozco ⎯ le dijo casi silabeando y levantando su vaso, luego cantó con la cabeza agachada

El día llegaba a su fin, el hombre detrás del mostrador no encendió las luces, no era necesario. El cielo estaba despejado, la luna alumbraba aquel patio, ambos hombres de distintos tiempos brindaban como si se conocieran de toda la vida. Él ya no se hizo preguntas y el hombre de gorra cada vez hablaba menos. Cada quien tiene sus propias nostalgias. Comienza «En mi viejo San Juan» en la voz de José Feliciano y Felipe, como desde hace algunos años, no evita que una lágrima se resbale por su rostro.

⎯Aquella tarde, hace unos cuatro años, un muchacho llegó hasta mi local, una tienda que un hombre que llevaba tu mismo apellido frecuentaba mucho, trayendo un sobre, una última carta de su abuelo; me pidió algunas cervezas y se la pasó escuchando esa canción en silencio y conteniendo las lágrimas ⎯ le dijo casi casi susurrando.

Felipe supo entonces de quién se trataba, se puso de pie lentamente al tiempo que el hombre extendía sus brazos, lo abrazó con fuerza y lloró sin pudor como debió de haberlo hecho aquella tarde en la que supo que el tiempo pasa y que la muerte llama alejando a los hombres de los lugares que uno ama.

     
 

Deja una respuesta