Plan Lector sin obstáculos
Había llegado al aula pasado el receso, a la clase de Plan Lector. Buena parte de los alumnos se encontraba en el interior, unos reclinados en el espaldar de la carpeta, otros con los codos apoyados en el tablero. Pero todos tenían los celulares en la mano y deslizaban sus dedos sobre la pantalla con ímpetu. Jugaban un videojuego entre ellos. Reían y comentaban en voz alta, como si estuvieran dentro del videojuego o fueran los personajes dentro del celular.
Al pasar, de camino a la cabecera del aula y saludarlos, me respondieron con frases cortas y rápidas, afanados en sacar adelante al equipo y obtener la ansiada victoria. Me senté en una carpeta, a un costado de la pizarra, y acomodé el maletín en el regazo. Familiarizado con esa escena, con total calma, saqué del maletín el libro que estábamos leyendo: “El guardián entre el centeno”, del legendario J.D. Salinger. Puse el libro sobre tablero y busqué el capítulo en el que nos habíamos quedado la clase anterior: 18. Recordé brevemente todos habíamos comentado la actitud de Holden Caulfield cuando conversaba con Sally sobre la posibilidad de huir juntos, pese a que eran menores de edad. De inmediato, cogí el celular y le volví a escribir a la secretaria para que me hiciera llegar los tres capítulos posteriores en hojas impresas. «En unos minutos se los llevó al aula, profesor», me respondió, solícita.
Mientras esperaba, caí en cuenta, de que en la secundaria yo no había llevado Plan Lector o un curso semejante solo para leer, sino que las lecturas era parte del curso de Comunicación y se hacían cuando se podía. Asumí que eran otras épocas y que por eso mismo la enseñanza era divergente. Entonces, los celulares recién comenzaban a circular entre los adolescentes y por cómo los usábamos eran catalogados como objetos de perdición. Ningún colegio permitía su ingreso a la institución, menos los docentes los querían ver dentro del aula. De los videojuegos ni se hable. Sea en el celular o en la computadora, eran vistos con ojos reprobatorios, inclusive por los padres de familia, siempre huraños al entretenimiento. Pero los tiempos habían cambiado. Ahora su uso era innegable e inevitable en cualquier lugar. De manera que los profesores nos vimos forzados a aplicar diversas estrategias para aminorar su efecto distractor en clase. En efecto, se aminoró su uso dentro de las aulas y se moderó su apreciación nociva. En el curso de Plan Lector, para luchar contra la aventajada simpatía por la lectura en dispositivos electrónicos, en comparación con lectura en formato físico, dígase libros y separatas impresas, personalmente, tuve que valerme de mucha reflexión crítica y compartida con los estudiantes. Al final, con amplia satisfacción, puedo decir que pude rescatarlos de las garras de la lectura virtual para llevarlos a terreno fructífero de la lectura en formato físico.
Esta era la enésima vez que leeríamos juntos un libro interesante. Mientras los demás alumnos ingresaban al aula y ocupaban su carpeta, quienes aun tenían los celulares en la mano, calculando la invasión a la hora de Plan Lector, se pasaron la voz para frenar la partida de videojuego y comenzar con la hora de lectura. Se notaba la frustración en sus ojos, pero al mismo tiempo la entereza compartida.
—¿Ahora qué le va a pasar al loco de Holden Caulfield? —preguntó alguien.
—Vamos averiguarlo —les dije—. Y por lo que estuvimos leyendo de él, no va a ser nada agradable.
—Profe, ¿por qué no nos trae el libro? —preguntó una alumna, intrigada.
—No hay en librerías —les dije—. Están leyendo un libro prohibido.
—¿Otra vez va a ser solo unos cuántos capítulos? —preguntó otro alumno.
—Están mejorando su rendimiento —les dije—. Si siguen así, la próxima clase leeremos cuatro capítulos.
En ese momento, ingresó la secretaria con las hojas impresas al aula. Varias cabezas se voltearon hacia ella. Tenía el rostro distraído y la mirada despreocupada. Obviamente, no sabía la magia que se estaba cocinando dentro del salón. Antes que llegara hasta mi lugar, con el cúmulo de hojas en la mano, le dije que, por favor, ella las repartiera.
La secretaria comenzó a recorrer el aula, fila por fila, y entregarle su separata a cada alumno. Mientras lo hacía, veía cómo los alumnos recibían las hojas impresas con ojos codiciosos. «Tremendo gusto que se van dar con estos capítulos», pensé.
Momento después, cuando la secretaria se hubo retirado del salón, alguien preguntó con fingida curiosidad: «Profe, ¿podemos leer echados en el suelo?».
—Ya saben la respuesta —les dije—. Primero limpien el lugar donde se van a ubicar.
Eran adolescentes, imaginativos y díscolos, como todos alguna vez lo fuimos. “Holden Caulfield estaría contento con que fueran sus compañeros de clase”, pensé, animado.