Un corazón tan inmenso como el mar
Felipe camina y ve a la gente alborotada a causa de la lluvia. Los carros, trimóviles, combis y motos copan las pistas y hacen un ruido infernal con sus bocinas: la ciudad es un caos, como siempre, pero él disfruta ver cómo poco a poco se van quedando vacías y oscuras sus calles. Nunca le pareció tan malo que llueva, le permitía caminar. A los pocos días levantaba la cabeza y veía un verdor en los cerros que lo rodean, y era un poco más feliz.
Continúa su camino y se aleja del centro, se detiene cerca de un parque, observa algunos árboles y se imagina los nidos de las aves, agacha la cabeza y se topa frente a frente con una señora que cubre con su casaca a sus dos pequeños. Ahora camina en silencio y recuerda su infancia: el primer día de clases en el que sin decir una sola palabra se alejó de los brazos de su madre mientras ello lo seguía con los ojos y le agitaba la mano derecha; en la primera vez que le regalaron algo por San Valentín, por el Día del Niño o por Navidad y él creía que había sido algún ser desconocido o mitológico ante la mirada atenta y dulce de ella, quien habría sido la remitente.
Las calles estaban casi vacías por completo y la lluvia ya no era tan feroz como en la tarde. La garúa suave le hacía pensar en aquella mañana en la que su madre lo salvó por primera vez de ser arrastrado por las olas cuando él se quedó asombrado mirando la grandeza del mar; necesariamente, reflexionó en las lágrimas que él le había hecho derramar tantas veces; también en cada gota recordaba en lo parejo y lo constante de su compañía, pensó en las veces en las que, soportando el clima, para que él no se moje se quedaba sin abrigo afirmando que no sentía frío, o, también en esos tiempos en los que su sueldo no le alcanzaba y compraba algún antojo para nosotros aseverando que no nos preocupáramos que ella ya había comido. ¡Cómo se llenaban de alegría sus ojos cuando nos escuchaba agradecer!
Le dijeron alguna vez los doctores que su corazón estaba creciendo, seguramente ha de ser cierto pues solo un inmenso corazón puede aguantar una cirugía a pecho abierto, puede llevar dentro de sí tanto perdón, tanto amor y tanta nostalgia.
No ha de haber sido fácil pensar en cada mañana en qué comerán los pequeños o cómo sobrellevar la casa. Felipe pensaba en ella siempre que en su ciudad llovía, cerraba los ojos y la veía como cuando era niño en la azotea con el rostro empapado y se preguntaba por qué barría cuando aún no había escampado y luego se encerraba en un silencio prolongado.
Felipe ahora camina algunos pasos y se dirige hacia el malecón, levanta la cabeza, ve que el cielo se despeja poco a poco y suspira; la brisa y el olor de la lluvia en la tierra mojada le revelan que su madre allá en la ciudad en la que el mar puede estar al nivel de su corazón y su corazón puede estar a la par con la inmensidad del mar, a esa hora cierra los ojos pensando en él, pensando en sus hijos, como fue siempre, como será siempre.