Un día cualquiera

El profesor Dominic despierta. El amanecer infunde su tenue resplandor. Dominic moviliza las extremidades y siente la pierna izquierda adormecida. Trata de sentarse en la cama superior del camarote y siente corrientazos desde la ingle hasta la rodilla. «Otra vez voy a necesitar diclofenaco», se dice. Refunfuña algo ininteligible. «¿Qué cosa, amor?», dice su esposa, desde la cocina. «Nada. Otra vez me duele la pierna», dice Dominic. «Te digo que descanses temprano y tú prefieres trasnocharte. Luego, te despiertas quejándote», agrega la esposa, frotando la espumadera en el sartén. El olor de unas tortillas recién cocidas llega hasta el dormitorio. Dominic se recuesta en la cama superior. «Recién tengo treinta y dos años, ¿por qué me torturan estos dolores?», se dice, disgustado.
─¿Ya despertó la bebé? ─pregunta la esposa, con la voz en alto.
Dominic se arrastra hasta el borde del colchón y estira la cabeza para ver hacia abajo. Ve un pequeño bulto inerte.
─Todavía no. Parece que va a seguir durmiendo ─dice.
Da dos giros hacia la pared y abraza la almohada. Trata de adormecer su cuerpo en un profundo sueño.
En su mente, se va dibujando un paisaje rural; ve la casa de su abuela, el techo de paja, los muros de barro y piedra; está deteriorada, luce ruinosa; sin embargo, por un costado del techo emana humo a borbotones. Con su hermano mayor, Dominic se acerca hasta la casa por un estrecho camino. El aire frío del amanecer se hace difícil de respirar. Al llegar, jadeando, desde la puerta, logran ver a su abuela, atizando el fogón con dificultad; tiene la cara ennegrecida por el hollín, pero sonríe; les regala una sonrisa cómplice; Dominic y su hermano intercambian miradas y le devuelven la sonrisa.
─¡Amor, ya es tarde! ─dice la esposa de Dominic─. Mira la hora. ─Le acerca la pantalla del celular a la cara. Dominic, con los ojos entrecerrados y adormilado, alcanza a distinguir 7:45 a. m. Tasumare ya es tarde. Con un rápido movimiento, se incorpora; trata de saltar del camarote, pero el dolor en la pierna se lo impide.
─¿Sigues mal? ¡Ay, no! ─suspira la esposa.
─Tráeme un vaso de agua y el diclofenaco, por favor ─dice Dominic─. Después de clase, en el receso, voy a desayunar.
Aprieta los dientes y salta desde la cama en un pie. Quiere deshacerse en improperios de grueso calibre, pero ve a su hijita ingresar al dormitorio, con el uniforme de escuela.
Los alumnos en el aula de la academia son en su mayoría jóvenes, con excepción de algunos adolescentes, o que parecen adolescentes. Pero todos comparten la misma motivación de prepararse para el siguiente examen de admisión que convoca la universidad estatal. La mañana ha avanzado, y después de que el profesor Dominic desarrolla el aspecto teórico de la clase, cuando a los alumnos les corresponde resolver los ejercicios de la separata, estos lo hacen en completo silencio. Procuran concentrarse para aplicar los procedimientos teóricos en la resolución de los ejercicios y obtener mejores resultados. El profesor Dominic, como un pastor que cuida a su rebaño, recorre el aula, atento a cualquier consulta. De cuando en cuando, unas manos se levantan para llamarlo por alguna dificultad, y él los atiende.
En uno de esos llamados, se percata que hay dos alumnas comiendo con disimulo. Mientras desarrollan los ejercicios, estiran la mano hacia el interior de la mochila con cuidado y sacan un emparedado de pan con huevo que muerden escondiendo la boca. Dominic procura acercárseles. Pero reconoce la avidez en esa actividad reprochable. «Tienen hambre, no hay duda», se dice. Recuerda que no está en un colegio, sino en una academia preuniversitaria, donde no se guardan estrictos convencionalismos a la hora de aprender. «En lugar de requintarlas delante de todos, mejor les digo que salgan a desayunar afuera», se dice Dominic. ¿Quién sabe cuáles serán los motivos que las impidieron desayunar a tiempo? Recuerda el sueño sobre su abuela y recupera el buen ánimo. Se acerca a las señoritas con cautela.