Una luz inagotable
El viento era frío a esa hora, ¿hace cuánto que no iba a ese lugar?, ¿hacía cuánto que no encendía un cigarrillo? No lo sabía a ciencia cierta, solo se hacía preguntas para distraer sus pensamientos y evadir las cosas que lo preocupaban aquel día. Después de todo recordar fechas, nombres y datos estadísticos no era lo suyo.
No creía, desde luego, que un cigarrillo sirva para mitigar el frío, así que simplemente fumaba cuando estaba ahí para ver el humo elevarse, para entretenerse creyendo que se forman figuras, para sentirse menos solo, para asfixiar las palabras que nunca dijo y que a veces, angustiadas, se asomaban a la garganta con la esperanza de salir.
Hasta ahí llegaba el ruido de las luces navideñas que habían sido instaladas en toda la ciudad de los vientos y que eran encendidas en casas, parques y puentes para anunciar que había iniciado el mes más feliz del año, o por ser el último o por la creencia cristiana de que Dios se hizo un niño pequeño y vino a visitar este planeta. La gente camina más rápido y los niños sonríen un poco más aguardando la noche en la que el hombre de rojo y barba blanca llegue con regalos.
Poco a poco la bulla se iba disipando y solo el sonido de los árboles que se mecían con el viento y las aguas del Huallaga acompañaban el tarareo de Felipe. Entonces, cuando el tiempo avanzó, supo que podría caminar libremente por su ciudad, sin temor a encontrarse con alguien que lo obligue a fingir una sonrisa para saludar, sin caer en las lenguas cazadoras de los pocos habitantes que conocía y que, murmurando, lo juzgaban sin misericordia cuando lo veían con un cigarrillo en la mano.
La ciudad, a diferencia de otros meses, no estaba oscura. Los gatos, guardianes de los dioses, se asomaban lentamente hacía las calles para iniciar su jornada noctámbula. Él los observaba con respeto y trataba de que no se dieran cuenta para que no lo maldigan en medio de sus maullidos por invadir su espacio en la hora en lo que todos los humanos de bien están descansando.
Llegó a la plaza principal de su ciudad, la iglesia catedral no había apagado sus luces esa noche, más allá, en lo alto de un edificio, una corona de adviento tenía un foco encendido.
Felipe caminaba por esa ciudad iluminada y solo poblada de animales noctámbulos. Retornó al malecón y, suspiro como si estuviera agotado. Levantó la cabeza y el cielo estaba estrellado, se sentó en el único muro que aún no han tumbado en ese lugar cerca al río y pensó que en ocasiones no era necesario hacerse preguntas para confundirse a sí mismo, que ya no debía mortificarse por las cosas que no recordaba, que a esa hora, en la que solo el río hacía algo de ruido, era mejor dejar que las palabras salgan con libertad hacia el exterior sin dejar ese nudo cotidiano en su garganta y eleven sus alas hasta donde sean capaces de hacerlo; porque después de todo esa ciudad que, a pesar de sus miles de defectos, estaba encendida le daba esperanzas de que arriba o en el abismo, aun en medio de los baches y el caos existía una estrella con una luz inagotable que también a él lo aguardaba.