Una víctima más del sistema educativo

Doenits Martín Mora

—Contigo quiero hablar mañana en mi oficina.

Fue lo que me dijo el director del colegio, con el dedo índice desplegado, como si fuera una pistola. Yo acababa de salir de clases y me dirigía al portón para retirarme del colegio. En medio de la aglomeración de escolares, oculto a un costado, entre las sombras del anochecer, al verme salió a mi encuentro. ¿Cómo se llama usted, profesor?, preguntó. Dominic, le dije, y le di mi apellido. Entonces, levantó el brazo y me señaló con el dedo. Yo me quedé en silencio unos segundos, apreciando su cara morena y mofletuda, el dedo índice que se adelantaba a su prominente barriga.

—Está bien, maestro —respondí.

Ahora estoy en la pequeña sala ubicada en la entrada de la fachada principal del colegio, donde se encuentran las oficinas de administración, entre ellas la Dirección con la puerta cerrada. Hay tres asientos contiguos donde me acompañan una mujer con una niña en brazos y un joven vestido con ropa deportiva. Desde la oficina colindante a la Dirección, que tiene la puerta entreabierta, se oye el teclear de las secretarias y sus diálogos entrecortados. A unos metros, en el exterior, hay un parque ebulliciente con personas transitándola y sentadas en las bancas. Las palomas que abundan en el lugar, las asedian y vuelan a los árboles ante la aproximación. La tarde esta por desfallecer, con su resplandor mortecino.

Saco el celular y miro la hora: 4:16 p. m. El receso ha terminado. Los estudiantes deben haber vuelto a las aulas. Tengo una hora libre que la aprovecho para acatar la orden del director. Guardo el celular. Del maletín que tengo en el regazo, saco unas hojas con apuntes donde tengo anotadas las ideas con mi descargo. ¿Qué me motivó a escribir el articulo? ¿Por qué tuve que mencionar al colegio? Trato de leer las líneas escritas, pero mi mente se distrae en las reacciones de los profesores después de la publicación del artículo en el diario. «Oye, la gente está molesta contigo», me escribió una colega del turno de la mañana. «Se sienten ofendidos. En la reunión de colegiado que tuvimos, no hicieron más que rajar de ti». En el artículo no ataco a los docentes, sino al sistema educativo. Hago observaciones sobre su propuesta educativa y la pésima ejecución en los colegios públicos. Recuerdo las quejas y protestas de los alumnos que encuentro en las academias preuniversitarias, donde también laboro.

—¿Profesor, por qué no me enseñaron eso en la secundaria?

—El Estado prefiere desarrollar competencias, en lugar de conocimientos.

No es culpa de los docentes. En los colegios, se acata las disposiciones que demanda el Ministerio de Educación. Pero claro que los colegas tendían a sentirse ofendidos, porque en el artículo hago comparaciones entre la educación en los colegios públicos y los colegios particulares. Lo reprochable es que haya tomado el nombre de dos instituciones donde trabajo: uno con un indiscutible legado histórico de casi doscientos años de vigencia y otro con innegables resultados de éxito por la numerosa cantidad de ingresantes a las universidades. Sin embargo, no lo hice con el afán de menospreciar el trabajo de los docentes de ninguna institución, sino movilizado por la sensación de hartazgo y desazón que procura conocer ambas realidades educativas y el perjuicio que ocasiona el sistema educativo en miles de estudiantes cuando, al culminar la secundaria, postulan a las universidades. Todavía recuerdo el día previo a sentarme a escribir el artículo y mandarlo al diario para su publicación. Muy temprano, por la mañana, había terminado de dictar clases de Razonamiento Verbal, y estaba por retirarme de la academia preuniversitaria, cuando un alumno me abordó en la escalera.

—Profesor, ¿tendrá más ejercicios de Analogías? Quiero practicar ese tema. No creo que me presente al examen de admisión de este año, sino el próximo.

—Te traigo la próxima clase. ¿Pero por qué no te vas a presentarte al examen de admisión de este año, si solo te falta estudiar ese tema?

—En realidad, me falta prepárame también en Álgebra y Aritmética. No me sobra el dinero para arriesgarme en vano.

Mientras descendía la escalera, no dejaba de pensar en las palabras de aquel alumno, cargadas de frustración. Lo busqué entre mis recuerdos y lo ubiqué en unas clases sentado adelante, y otras, a la mitad del aula. Era quien se había quejado antes de que había temas que nunca le habían enseñado en el colegio. Y, en aquella ocasión, cuando le preguntó dónde había terminado la secundaria, me dijo que en el colegio público donde ahora yo laboraba. Entonces, caí en cuenta de que era una víctima más del sistema educativo. Llevaba meses preparándose en la academia preuniversitaria para postular a una carrera profesional; no iba a presentarse este año, sino el siguiente. ¿No habría sido conveniente que desde la secundaria estuviera preparado para postular a la universidad? Según la Constitución Política del Perú, la educación es gratuita. ¿Pero de qué le servía a un estudiante si ahora debía pagarla para compensar lo que no había aprendido en el colegio? No solo debía costearla —sabe Dios bajo cuanto sacrificio de su familia—, sino completarla en meses de preparación, acaso años, hasta alcanzar su ingreso a la universidad. Como él, ¿cuántos estudiantes estarían en la misma situación?

     
 

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