Contemplando una estrella

Jorge Cabanillas Quispe

Estaba con la mirada fija en el cielo. La noche era fresca y las calles estaban vacías, quizá por la lluvia o porque algún partido de fútbol se jugaba a esa hora. Encontró un cigarrillo en el bolsillo de su camisa, pero estaba quebrado; sin embargo, no era lo único que se encontraba así a esa altura del lado izquierdo de su pecho.

Recordó, como si hubiesen pasado meses, que horas antes había estado rodeado de más de cien entusiastas jóvenes de secundaria gracias a la generosa invitación del equipo de Comunicación del colegio San Luis Gonzaga. La ceremonia inició de forma protocolar, luego, llegado el momento, habló, como los escritores que lo acompañaban, acerca del tiempo, de la memoria, de la melancolía. Habló pausadamente tratando de controlar ese vértigo infame que se apoderaba de él cada que tenía que hablar en público o porque era sumamente tímido o porque no sabia qué hacía ahí. No se sentía digno de estar ahí. Las preguntas de los estudiantes lo obligaban a recordar, a pensar en su abuelo; a volver al tiempo en el que su único refugio fueron las páginas en blanco que llenaba desesperado en sus noches de insomnio; a recordar a los personajes que había creado y en los destinos a los que los había condenado; a volver a escuchar frases en su memoria que creía haber olvidado para siempre. La jornada fue extensa y gratificante, los estudiantes lo llamaban amigo y él los sentía así. Se acercaban para que les firme libros, una hoja en blanco, un polo para ellos o para alguien; le contaban sus historias y le decían que escriba sobre ellos. Él sonreía. “Gracias”, le dijo uno de ellos y se notó de inmediato una voz entrecortada. Felipe lo miró fijamente y le contestó que él le agradecía por haberlo leído. El muchacho volvió a agradecer y le dijo que sus padres se habían separado y que un texto lo había ayudado a llorar y a tratar de entender; ambos se estrecharon fuertemente los brazos y se miraron con los ojos vidriosos, sabían que el  dolor estaba ahí y que iba a permanecer durante mucho tiempo más, pero también que ese mismo irrefrenable tiempo más temprano que tarde iba a cicatrizar sus heridas.

Luego del almuerzo y del brindis, se fue a seguir brindando con el poeta más importante de la ciudad de los vientos, para Felipe era un gusto oírlo. Pasando una, dos, tres… dos cervezas más y se unió, a su mesa, el poeta que está enamorado de la luna; dos más…dos más. Felipe sintió que estaba en una de las mejores cátedras de literatura; hubiera querido quedarse ahí escuchándolos mil horas más, pero el satélite terrestre anunciaba que había caído la noche y que uno tenía que descansar para continuar con su jornada del día siguiente y el otro debía de ir a contemplar la luna desde su huerta.

Felipe se encontró en el malecón, no fue a descansar, ni siquiera hizo el intento porque sabía que el sueño, también esa noche, le iba a ser esquivo. Sintió la brisa suave, sintió que fue feliz durante horas; pero ahora recordaba sus palabras y recaían sobre él, ahora sabía que la nostalgia no es cuestión de décadas, sino de añorar momentos.

No dejó de contemplar una estrella solitaria en el firmamento, para caer en la cuenta de que estaba amaneciendo y de que se fue quedando solo, sintió frío y suspiró, irremediablemente solo.

     
 

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