Ausencias

Andrés Jara Maylle

Ahora que estamos volviendo, pasito a paso, a la «normalidad». Ahora que ya tenemos nuestras tres dosis de la vacuna salvadora. Ahora que ya no estamos obligados a «acuarentenarnos» en nuestras casas. Ahora que ya muchos amigos, familiares y conocidos están perdiendo el temor al contagio del malhadado virus chino y ya salen a las calles a hacer compras, tomarse un café, asistir a un evento, etc. Ahora es cuando más se hacen notar las ausencias, las distancias de los que ya no están, de los que ya se fueron sin avisar, de los que partieron inesperadamente y de los que no nos pudimos despedir debidamente.

En suma, nuestra vida ya no será la misma. Hay ausencias que marcarán por siempre nuestro carácter, nuestra esencia misma.

Hoy domingo, por ejemplo, es un día particularmente caluroso en este valle huanuqueño. Y mientras intento dar forma a esta nota, mientras escribo, borro, reescribo nuevamente, me aturdo y me confundo en un revoltijo de palabras sin saber cómo salir del embrollo ni qué camino tomar. Hay datos que debo corroborar y entonces, como en los viejos tiempos, pienso hacerle una llamada a mi viejo maestro Andrés Cloud para que me saque de las dudas.

Es la primera ausencia que me abruma. Andrés Cloud ya no habita entre nosotros. Reviso mi celular y me doy cuenta que aún tengo registrado su nombre. En mi confusión marco su número para hacerle una llamada y después de una espera breve pero angustiante, una grabación de voz me dice: «El número que has marcado, no existe». Vuelvo entonces a la atroz realidad y algo en mí se sobrecoge, mi corazón se arruga. La voz grabada del teléfono tiene razón: Cloud no «existe» para hacerle consultas, para tomarse un café, para brindar un par de cervezas heladas: no existe para consultarle como antes. Y aunque ahí están sus libros, sus escritos, sus palabras que aún quedan en la memoria, sé perfectamente que la ausencia es ausencia y por más que pase por la casa del jirón Crespo y Castillo, donde vivió los últimos años, él ya no caminará por esa calle, ya no aparecerá por la esquina con sus pasos cortos, lentos y con su semblante sonriente o serio, dependiendo de las circunstancias.

La segunda ausencia que me angustia es la de mi tía Ushi. Eusebia Maylle se llamaba y era la hermana menor de mi madre. Recuerdo que desde que era niño, ella llegaba a mi casa, como quien visita a su hermana, trayéndome siempre caramelos o algún chocolate; y cada treinta de noviembre se aparecía con un regalito para mí y me lo entregaba con su frase consabida: «Que tengas larga vida, hijo, y que Dios te proteja siempre». Me duele mucho no haberme despedido de ella, no haber estado a su lado cuando tal vez más me necesitaba, no haberla acompañado en sus últimos instantes. Dos días antes de su irreparable partida, su nieto Erick, enfermero de profesión y quien estuvo a su lado en esas horas difíciles, me hizo un enlace a través de una videollamada. Aunque estaba ya con una máscara de respiración y hablaba con mucha dificultad pude ver en su rostro un rayito de alegría y un asomo de vida que creía nunca se apagaría. A mi tía Ushi recurría cada vez que escribía y tenía alguna dificultad con el quechua, por ejemplo. Le preguntaba cómo se decía en quechua tal o cual palabra, tal o cual frase. Y ella, presta, me sacaba de dudas. «Seguro es para algo que estás escribiendo, hijo», me decía con su tonito entre irónico y risueño. Por eso y por mucho más siento una ausencia irreparable cuando la recuerdo o cuando la sueño.

La ausencia de mi madre no es ni la primera ni la segunda ni la tercera. Es simplemente una ausencia: una ausencia grande, inmensa, insondable. La recuerdo a cada momento, en el día o en la noche. La recuerdo cuando camino por mi huerto, entre los plantíos de café, paltos, mangos o pacaes que aún perviven en homenaje a su memoria. La recuerdo y me siento un niño, un infante temeroso que se acurruca en su regazo para sentir la tibieza de sus manos protectoras. Siento la ausencia de mi madre cuando la luna en creciente asoma por la montaña de enfrente, también cuando aparece la luna llena en todo su esplendor e ilumina cada rincón de mi huerto. Y su ausencia me oprime el corazón cuando la luna empieza a empequeñecer y sale cada vez más tarde. Entonces, debo levantarme en la madrugada para ver cómo esa luz ya débil se oculta en el horizonte brumoso de un cielo nublado.

Pero tengo la certeza de que la luna en unas semanas más volverá a parecer, volverá fulgurar, volverá a iluminar. En cambio, mi madre, ya lo dije, es una ausencia eterna, eterna… eterna. Y debo aceptarlo, aunque me quiebre, como en estos instantes en que pongo punto final a esta nota entristecida.

Huánuco, 24 de abril del 2022.

     
 

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